Viajes

La Odisea

Son las cinco de la mañana y es lunes. Un lunes sin rostro de lunes, sin esa sensación de comienzo que me genera este día de la semana. La sensación es otra bien distinta, es la sensación de la partida, del adiós, del tiempo que se acaba, mordiéndome el estómago.
Estoy en la terminal de Antofagasta, mirando a Eugenia y su esposo Alejandro saludarme desde el otro lado del cristal. Desde mi asiento del bus, los veo como pequeñas siluetas recortadas en la noche agitando sus manos en señal de despedida. Siento deseos de llorar, pero no lo hago. Me obligo a sonreírles mientras les devuelvo el saludo y pienso en cómo soportaré este largo viaje a casa. Cómo resistiré quince largas horas de viaje atravesando desiertos, salares, montañas, y rutas elevadas a 5.000 msnm, para luego subirme a un avión y luego a un barco, y más tarde a otro bus y....Tal vez sea mejor no pensar más.

Llevo en mi mochila de mano un paquetito que Eugenia me preparó con algo para comer durante el viaje. Llevo mi equipaje lleno de ropa sucia, libros, música, folletos, mapas y trozos de papel con direcciones anotadas. Llevo dentro de mí la extraña mezcla de la alegría y la tristeza.
Volver...volver...me resulta ahora una cosa tan ambigua. En el "volver", ese ayer que estoy dejando y el mañana que se aproxima se dan la mano buscando una reconciliación.
Hay algo en todo esto que me hace sentir contenida, una imagen alentadora que parece abrazarme y decirme "no llores, estás volviendo a casa". Esa imagen de la llave girando en la cerradura de la puerta, del espejo conocido, del balcón que mira a la iglesia, de las calles frescas del Prado, los rostros familiares y los abrazos de quiénes están, allá...en casa.
Y está la otra imagen también, agazapada como un ladrón tras la puerta del recuerdo, queriendo llevarse cada instante de memoria, desesperado, hambriento, resistiendo cualquier atisbo de olvido o desprendimiento. Están los caminos que fueron quedando, el aire de la montaña, la sequedad del desierto, las nubes de jotes que parecen haberse escapado de alguna novela de Rivera Letelier, diciendo hasta pronto. No es un adiós definitivo, no quiero que lo sea. Un hasta pronto que es como un cordel entre el aquí y el allá, un nudo en la memoria, una forma de ya estar regresando cuando en realidad, me estoy yendo.

Y me voy durmiendo, mientras mis párpados barren de arriba a abajo las luces de la ciudad, el lento amanecer de Antofagasta tras la cordillera.
Caigo en un sueño profundo, no sé por cuánto tiempo, no puedo calcularlo siquiera. Al despertar todo se ha vuelto confuso, una espiral de movimientos y sensaciones que me aterran. Casi no puedo despegar mi cabeza del respaldo del asiento, comienzo a sudar y a sentir el frío de la sangre que se me escapa hacia alguna parte. Tengo miedo, sí. Estoy sola y tengo miedo porque sé muy bien lo que sigue. Nadie junto a mi asiento, nadie más allá, al otro lado del pasillo y ni siquiera tengo fuerzas para inclinarme sobre mi asiento y anunciar: me voy a desmayar.

Entonces aflojo mis músculos, no queda más que la entrega. Mis oídos perciben el zumbido de la entrada vertiginosa a ese túnel (viejo conocido), luego el ruido filoso que no cesa, las voces, los trenes pasando. Siempre fue un misterio esto de que al desmayarme pareciera que soñara con trenes que van y vienen en una y otra dirección, sintiendo el chirrear de las vías, el rugido de las locomotoras, las voces lejanas de una multitud que de pronto comienzan a acercarse y dejan de ser un murmullo confuso para tomar la forma de palabras apenas comprensibles. Casi siempre despierto con la voz de alguien que me anima, que me rescata de esa caótica estación de trenes, pero no esta vez...Esta vez el murmullo se va diluyendo hasta desaparecer. Abro los ojos y ahí sigue intacto e impasible el paisaje desértico, hermoso y tan vacío como el silencio que me rodea. Estoy de regreso (regreso...), empapada en sudor, y fría como un témpano.

El soroche ha ganado su primera pulseada. Esta vez ni las pastillas que había tomado pudieron contra él y ni siquiera estamos cerca del Paso de Jama donde tendría que lidiar con 5000 mts. de altura. Ni bien lo pienso intento borrar de mi mente el miedo y haciendo piruetas para no caerme me levanto intentando llegar al baño pero unos brazos me sostienen y reconozco a uno de los conductores del bus que con visible preocupación me pregunta qué me pasa. Como puedo le explico, no siento deseos de hablar, no puedo. El me regresa a mi asiento y va por una manta y dos pastillitas milagrosas que nunca sabré qué eran exactamente, pero me desactivo del mundo en cinco minutos. Duermo tanto y tan profundamente que al llegar al Paso de Jama el mismo conductor debe arrancarme de mi asiento para poder bajar a hacer los trámites de migraciones.

La intensa luz del mediodía me ciega y me dejo llevar, siempre tomada del brazo del amable conductor hasta llegar a la oficina. Voy como levitando, en cámara lenta, intentando mantener el equilibrio. Dentro de la oficina de Aduana alcanzo a ver algunos pasajeros en camilla, conectados a tubos de oxígeno, otros simplemente aferrados a alguna pared que les evitara la caída. Otros tantos, corriendo a formarse en la fila con la única preocupación de sellar sus pasaportes lo antes posible. Afortunadamente, los flojos no tenemos que hacer fila en estos casos, y soy la primera en regresar al bus y volver a dormirme ni bien aterrizo en mi asiento-cama-refugio.

Lo que sigue es la simple rutina de un interminable viaje, atacar mis víveres, intentar estirar las piernas, escuchar una y otra vez las mismas canciones, dejarme llevar por el ensueño de un paisaje cada vez más familiar. Estaba volviendo a Salta, la linda, y nunca tan lejana. Me sorprendo al reconocer Salinas Grandes, otra vez la blancura del salitre y los horizontes eternos. Disfruto como nunca la bajada por Lipán y sus rutas serpenteantes que mueren allá, muy abajo, donde el ojo no alcanza a divisar el fin. Y de pronto, las casitas de adobe, los altos y delgados árboles amarillos contrastando con el cerro de los Siete Colores. Quiero bajar, saltar de ese bus y volver a recorrer una y otra vez las callecitas de Purmamarca. Hoy son otros los rostros, otros viajeros con sus mochilas al hombro que llegan o se van, otras historias transcurriendo, pero son las mismas calles que me enamoraron aquél día, los mismos puestos de artesanías, los barcitos, la Iglesia, el viejo algarrobo, los cerros colorados abrázandola como yo desearía abrazarla ahora, una vez más, por última vez. Me llevo todo lo que puedo de ella esta tarde, con la mirada hambrienta del que se despide de un amor. Digo adiós, sé que ahora sí estoy diciendo adiós, sin promesas de regreso y ni siquiera sé bien porqué, pero lo estoy sintiendo.

Son más de las diez de la noche cuando llego a Salta. Tomo el primer taxi que encuentro y me voy al mismo hostel al que llegué hace exactamente 25 días. Solo tengo energías para un largo baño, nada más. El hostel está casi vacío, callado, estoy en una habitación solitaria y quiero dormir hasta que mi cuerpo diga basta! Ya no hay trenes pasando, ni misteriosas estaciones, no hay soroche, ni miedo ni polvaredas bajo el sol del desierto.

Este desierto es otro. Y en él, me voy durmiendo.

La Ciudad de los Pájaros

Aquí, como en cualquier parte del mundo, cada familia tiene su ritmo, su carácter, su olor y sus formas. Esta familia que sentí un poquito mía durante siete días, se duerme muy tarde y despierta al alba con los preparativos del desayuno que la mamá de Eugenia, ama y señora de esta casa, se encarga de tener listo justo a tiempo cuando se suceden los apresurados pasos en la escalera de madera.
Los escucho desde lejos, entre sueños, así como el ir y venir de los colectivos que parecen rozar mi ventana en su estrepitoso paso, una y otra vez, cada cinco puntales minutos. Pero ya casi ni los percibo, duermo todo lo que necesito dormir luego de días y días de madrugadas y camas incómodas.
Resigno mi apuro y mi afán de recorrer uno y otro camino y me entrego al hogar, como si fuera una hija más, de vacaciones o desempleada, no importa, todos se van y yo me quedo, acurrucada bajo mi edredón blanco de peso pluma. Me despierto sólo cuando mi cuerpo lo desea, no antes.
Bajo cada mañana al comedor que huele a café, tostadas, naranja y palta y que se mezcla con los aromas de un almuerzo que ella ya ha comenzado a preparar, con ese afán de ganarle al tiempo que tienen los ancianos, como si algo los apremiara y siempre hubiese que tener todo listo, por si acaso. A las once de la mañana de cada día todo está limpio, todo reluce, las ollas ebullen y mi desayuno espera impaciente sobre la mesa.

Me encariño demasiado con este ritual, vuelvo a ser parte de los abrazos de una familia que ya no tengo a diario sino en pequeñas dosis domingueras que se han hecho necesaria rutina. Y entonces me dejo mimar un rato, me relajo, disfruto. No estoy viajando, no estoy entrando y saliendo de hostales bulliciosos, no cargo mi mochila, no persigo incansables imágenes con mi cámara de fotos, solo estoy aquí sentada en la cocina de una casa del barrio más alto de Antofagasta, viendo como ella pela papas y lava tomates mientras saltan las tostadas del tostador y ella me cuenta porqué cree que la tecnología moderna se encarga de aislar a los seres humanos unos de otros.
Cada tanto, y con culpa, ojeo mis mails en la computadora que Eugenia me ha asignado. Ella lo sabe y me sonríe haciendo una pausa mientras pincha alguna papa para comprobar si ya están cocidas.

Y así, como cada mediodía, sin saber adónde ir exactamente, salgo a la calle vaporosa para treparme al veloz y diminuto bus que me lleva hasta el centro de la ciudad. Casi levitando en la sensación de que la prisa no existe, atravieso la plaza Colón una y otra vez, abriéndome paso entre las palomas que aletean por todas partes, mirando al cielo para ver a los jotes planear sobre la parte más puntiaguda de la iglesia, observando con placer a los cuidadores del parque que podan y aprolijan minuciosamente las coloridas bugambilias que perfuman y embellecen la plaza.



Paseo Pratt


Continúo por el paseo Pratt, sorteando gente que va y viene apurada, valija en mano, traje puesto, hablando por sus celulares, tomando decisiones, dándo órdenes, o recibiéndolas. La ebullición de esta peatonal no me estorba, la miro pasar como una película, sintiéndome espectadora de cada movimiento. Voy a mi propio ritmo, sintiendo sobre mi el peso de las curiosas miradas que te saben extranjera, pero no me incomodan (me divierten). Allí hay un café, con una mesa que siempre me espera y ya me reconoce, y justo enfrente, la oficina de Eugenia.
La veo salir cada mediodía o cada tarde, apresurada y entusiasmada con mi visita y nos vamos por ahi, a almorzar comida peruana, a tomarnos un pisco o un cafecito, a esperar puestas de sol inverosímiles que nos recuerdan a alguna escena de "Lo que el viento se llevó".

Esta Antofagasta pocas veces imaginada, envuelta entre la bruma del salitre y bajo un cielo de pájaros inquietos que se amontonan en los muelles o los acantilados aprovechando los últimos minutos de sol, me asombra y enmudece. Mis ojos pequeños manotean desesperados las visiones de aquel paseo costero que separa el Mall del Pacífico, adivinando tras la bruma las siluetas de los barcos, y más acá, más visibles y cercanos, los pelícanos dormitando entre las rocas. Intento retener en la memoria aquél momento, sentadas en la arena tomando mate frente a La Portada, mientras cientos de jotes, patos yecos y gaviotas salpican el cielo que comienza a vestirse de tímidos amarillos primero, para luego convertirse en naranjas, rosas y rojos profundos como un alarido. Más allá de los contornos rocosos y la arena, titilan las primeras luces de la ciudad que se prepara a dormir al abrigo de la cordillera.

Esta Antofagasta no planeada, que fue decantando sola por entusiasmo, por necesidad de reencuentros, se me hace ahora como la frutilla de una gran torta de caminos recorridos desde aquella noche en que dejé Montevideo. Y el sentimiento de felicidad se hace tan natural como todo lo que nos rodea. Charlamos, agotamos las historias de vida y los sueños, nos atrevemos entre mate y mate a nuestras más íntimas confesiones hasta que el silencio de la tarde nos envuelve y también callamos, en comunión con la noche que nos ha dejado solas, absortas y plenas.

Miro atrás, intento recuperar las sensaciones de aquellos días en el NOA, la angustia de Humahuaca, la soledad absoluta de Yavi, el fervor obnubilante de los salares y desiertos bolivianos y se me hace tan dificil ahora, como si cada ciudad, pueblo, o rincón del mundo se impusiera dentro de mí con todo el peso de su espíritu, aplastante y contundente, único, como si fuera siempre el primer destino (o el primer amor), como si no hubiese nada antes o después de esto que ahora soy y estoy sintiendo. Y sin embargo, sé que han de volver más tarde, cuando solo sienta el ruido de mis pasos regresando a casa, cuando no haya nada nuevo para ver; volverán todos juntos, acomodándose en el lugar que a cada uno le espera, así como un rompecabezas, como las hojas de un libro que se escribe solo viviendo, como una confirmación de lo intuído tantas veces y desde hace tanto: Lo mejor siempre está por venir. 


La Portada

El poeta que surgió del hambre

Estoy en un café, en uno de esos instalados en la peatonal Prat del centro de Antofagasta.
Hace dos días que llegué a esta ciudad presa entre el mar y la cordillera, apretujada entre el azul de las aguas y el marrón de la tierra pelada, ondulada y desértica. Y es hoy cuando salgo a la calle, recuperándome de una gripe inoportuna y molesta que me aisló en casa de Ma. Eugenia sin ganas ni fuerzas para nada más. Es hoy cuando a mediodía, con un calor húmedo y vertical que enciende mi garganta, me subo al micro de la línea 112 que me lleva desde las alturas del barrio Coviefi hasta la orilla misma del Pacífico que a esta hora brilla como un espejo de plata.

Hambrienta de cosas nuevas, de imágenes inexploradas, mi rostro se pega a la ventana del diminuto bus que avanza entre el pesado tránsito de una ciudad más grande de la que esperaba, más dinámica de lo que intuía. Voy con una dirección anotada, voy con las explicaciones de mi amiga en la memoria por una ciudad que desconozco pero me hace sentir confiada, segura, y sin apuro, aunque todo lo que me rodea se mueve en sentido contrario a mi, vertiginoso y lleno de ruido. Lo suavizo con mi música, la que me ayuda a encontrar mi propio paso y relajar la ansiedad, la inquietud de una simple plebeya al encuentro del gran Caballero de la Orden de las Artes y las Letras.

Y sin embargo, todo se ha tornado tan simple y cotidiano, como si estuviera ahora sentada en un café de mi lejano Montevideo, entre amigos de siempre, rodeada de voces familiares.
El y Eugenia se conocen desde hace tanto que ella hasta ha decidio acompañarlo a Europa a recibir su premio otorgado por una prestigiosa editorial.
El y yo nos acabamos de conocer personalmente, pero vengo con la ventaja de haberlo conocido un par de libros atrás, a través de polvorientas historias de la pampa chilena cargadas de ásperos escenarios y personajes tan inverosímiles como memorables, crudamente humanos, imperfectos, ácidos, pero tiernos hasta la médula. Poéticamente tiernos en su más rudo contexto.

Yo soy un poeta que escribe novelas, dice, mientras sonríe desplayado en su asiento como si nada ni nadie pudiese moverlo de su relajada posición. Está en su ambiente, su oficina, como le gusta llamarle al café donde todas las mañanas se encuentra con la gente en busca de nuevas historias e ideas, atrapando detalles que son como relámpagos que iluminan su creatividad literaria. Y no hay que creer que somos infalibles, continúa. En este maravilloso arte de la palabra escrita, el uno por ciento es imaginación, el cuarenta y nueve por ciento transpiración, y el resto, suerte. Soy un hombre de suerte, concluye, ante mi pregunta de cómo es posible que alguien sin casi ninguna formación académica, que vivió treinta años de su vida trabajando como minero en el desierto más árido del mundo, que el único libro que leyó y releyó durante años fue la Biblia que su padre usaba para predicar, se ha convertido en uno de los escritores más prestigiosos y admirados de la literatura chilena.

Sigue sonriendo sin poder creérselo. Casi parece que no le importara. Le importa, es ésa su vida, y se le ve feliz. Pero eso no le quita ni un ápice de su sencilléz y desparpajo natural. Este, el escritor de las putas como algunos le llaman, parece haberse escapado de alguna historia escrita por su propia mano. Escritor que se hace personaje o personaje que se hace escritor? De cualquier forma, auténtico hasta la crudeza.

Le pregunto como se convirtió en poeta y me cuenta su historia de joven hippie, lanzado por impulso a la ruta, vagabundeando tres años de norte a sur de su propio país, en busca de algo, de aquello que se estaba perdiendo sepultado entre el caliche de las oficinas salitreras y que un día vió estallar en mil colores en uno de esos noticieros que se trasmitían en el cine. Era el Festival de Woodstock y eso estaba sucediendo allá afuera, en otra dimensión donde los jóvenes vivían una fiesta de amor libre, proclamaciones de paz y rock and roll.
Así fue como un día, junto a un compañero de ruta, tirados en una playa oían la radio que su amigo se había "tomado prestada" en una feria. En ella anunciaban un concurso de poesía, cuyo primer premio consistía en una cena para dos en un prestigioso hotel de la zona.
Impulsado por el deseo de un plato de comida caliente, comenzó a escribir por primera vez, y solo se detuvo luego de cuatro carillas donde el poema más largo que escribió en su vida, lagrimeaba por una mujer que había dejado su huella en el largo viaje que tiempo atrás había emprendido.
De más está decir que ganó el concurso, y su historia cambió para siempre.

Entonces te has hecho poeta por hambre! -le digo- tratando de contener la emoción que comienza a gotear detrás de mis gafas. De pronto ese hombre maduro, de cabello ondulado algo canoso y chaqueta de cuero, se hace tan joven, tan libre, tan hambriento de vida, que casi puedo verlo vagando por los caminos del mundo con sus sueños a cuesta, y ahí me veo también, reflejada en un pasado que me es ajeno y a la vez, tan cercano. Esa voracidad por la vida de allí afuera me une a él, al que fué. Ahora nos une otros menesteres: la poesía y su férrea voluntad de supervivencia en un mundo que parece querer olvidarla.

Entre uno y otro comentario, lo escucho recitar algunos versos de "Los Amorosos", de Jaime Sabines y sin vacilar un solo instante dice: "si te gusta la poesía, ven mañana a esta misma hora, y te regalaré un libro del poeta chileno que más me gusta".

Tres fueron las mañanas en ese bar. Tres breves suspiros de frescura en los que viajé a través de las historias de personajes como Malarrosa, Cristo Pérez o Brando Taberna. No fuí a la Pampa, como mi amigo Samuel me había prometido, pero estuve en ella. Perseguí durante tres días los remolinos del desierto para entrar en el centro mismo del asombro. Me ví, como una aparición imposible en la acuosa ondulación de un espejismo, resurgir de mis propias cenizas de mujer triste y vagabunda, llegando al lugar preciso, pateando piedras, haciéndolas a un lado una por una, hasta encontrar la flor de papel azul, mi razón, mi destino, el "porqué" de todas las cosas que lamentamos y que al final, nos hacen sonreir.

San Pedro de Atacama

El bus se interna en otro paisaje. Todo se hace suave, llano, y despejado. Puedo ver más allá de todo, las montañas son lejanas, la ruta perfecta y lisa.

El calor se empieza a sentir y yo hecha una cebolla de ropa y lanas, sofocándome. Me deshago del chullo, de la campera y también de la nostalgia que comienzo a sentir por los amigos que atrás quedaron y esa tierra milagrosa que transformó mi ánimo y renovó el impulso de seguir viajando. Pero no quiero sentir pena y no me lo permito esta vez. De todas formas, la alegría esta aquí, sentada a mi lado en un bus a San Pedro.

Absorta en el paisaje soleado, vuelvo a las sensaciones del mundo civilizado cuando mi celular me avisa que tengo línea. Caen los mensajes de los tres días de ausencia por el altiplano sin una sola señal, desconectada de todo menos de mí misma. Y esa sensación ya empezaba a gustarme.
Ahora puedo llamar a casa, pero espero. No quiero romper el idilio que me une a lo de afuera.
A mi izquierda puedo ver una blanca extensión de sal. Una chica puertorriqueña, sentada a mi lado, en la otra fila, luego de consultar su guía de viaje concluye en voz alta: es el salar de Atacama!, como si adivinara las preguntas que todos nos hacíamos. Le devuelvo la sonrisa y conversamos un poco mientras llegan los formularios de migraciones para llenar, compartimos lapiceras e historias de nuestras rutas hasta llegar a destino.

Un puñado de casas humildes nos abre paso y comienzo a dudar si hemos o no llegado. Es esto San Pedro?-me pregunto, temiendo que mis expectativas se hubieran sobredimensionado. Mientras el bus avanza no veo nada que me resulte particularmente atractivo pero tengo la certeza de haber elegido bien, había escuchado hablar mucho y bien de este lugar acunado en el desierto más árido del mundo. Sé que más allá encontraré aquello con lo que tantas veces he fantaseado, un pueblo donde dejar el corazón, como Purmamarca, como Yanque, como San Cristobal de las Casas. Otro santo para adorar, pienso. No tengo dudas de que así sería.

Y así fué.

Hago los trámites en la oficina de Migraciones bajo un sol rabioso que me cocina lentamente, bajo la mirada desconfiada e intimidante de los funcionarios aduaneros (mucho más estrictos que los bolivianos y argentinos, igual de antipáticos), seguimos en el bus unas cuadras más hasta que el conductor anuncia que hasta acá llegamos. Bajamos todos en una esquina de la calle Caracoles y comienzo a caminar por la misma buscando la dirección anotada de la posada Likana, lugar de encuentro con mi amiga Ma. Eugenia. Ella viene desde Antofagasta, donde vive con su familia. Ella viene a encontrarme, a compartir dos días conmigo, deja su casa, su familia, su trabajo, solo para recibirme y siento tantas ganas de abrazarla!. Pense muchas veces en este encuentro durante el viaje, y siempre aparecía la misma sensación: llegar a casa, una casa que no tenía techo ni paredes ni muebles ni dirección conocida, esa casa que es el afecto y el abrazo de alguien querido.

Camino varias calles y el calor me agobia, pero trato de ignorarlo, me siento poderosa, frenética, tan entusiasmada como una niña con un juguete nuevo muy deseado.
Me encanta todo lo que veo, un pueblo de calles de tierra, casas de adobe, antiguo, casi primitivo de no ser por los cientos de turistas que deambulan por todas partes. Pero no me molestan esta vez, son parte de la magia, del escenario, son viajeros que llegan desde lejos y hablan diferentes lenguas, pero con un estilo muy bohemio, relajados, hasta parecen que ya viven aquí porque caminan sin prisa y salen a la calle en atuendos que parecen pijamas, despeinados, despreocupados.

Percibo las miradas de los lugareños, pero esta vez no son tímidas ni esquivas como en Villazón, ni siquiera indiferentes como en algunos pueblos del norte argentino. Seducen, hablan, sonríen...y ellos también hablan: hola rubia!, cómo estás mamita, de dónde vienes? bienvenida!

Sí, definitivamente me gusta este lugar!

Sigo caminando con todo mi equipaje encima, pero ya casi no me pesa, se me ha hecho cada vez mas liviano (o mi espalda mas fuerte?), mi mochila es como una especie de joroba que va y viene del suelo con una ágilidad que me es ajena. A pesar de mi aspecto y presentir que la falta de un buen baño me delata, retribuyo los piropos con mi mejor sonrisa.
This is heaven! Y San Pedro me está abriendo las puertas!

Mis aleluyas terminan cuando encuentro la posada cerrada y nadie responde. Pero tengo suerte y unos huéspedes que vienen llegando me abren las puertas. Adentro no hay nadie, toco puertas, llamo. Nada. Entonces me alojo en una mesa del jardín y ahí mismo comienzo a quitarme la ropa pesada, los calentadores, el chaleco, la medias, no puedo más con este calor! Necesito una ducha!
Y entonces siento que alguien golpea el portón de madera que da a la calle. Al principio lo ignoro, preocupada solo de mi equipaje que comenzaba a desmontar allí mismo, en el jardín, pero luego reacciono: es Ma. Eugenia!. Corro a abrirle la puerta, nos abrazamos divertidas, porque se supone que sería ella quién me esperaría y mi viaje resultó ser más ágil de lo que imaginábamos.

Desde el momento del reencuentro (la había visto por última vez hacía un año en una breve visita a Montevideo) nada fue igual para mí. No hubo espacio para la melancolía, ni deseos de volver pronto a casa, ni un solo momento en el que me sintiera ajena al resto del mundo que me rodeaba. Esta amiga que tiempo atrás había conocido de manera virtual abrió todas sus puertas para que yo entrara a su vida cotidiana, a su tierra, a su ser más íntimo también.
Supe en ese instante, qué era lo que había estado buscando en este viaje: unir los lazos que estaban sueltos, los que yo misma había soltado, los lazos hacia el otro, a la mirada del otro, a las manos del otro, supe que no quería estar sola sino encontrarme con la gente, descubrirla, escucharla, quererla. Y aquí se dejaban querer.

Me doy el baño más largo y placentero de mi vida, salimos a almorzar, y al rato nomás ya estamos camino al Pucará de Quitor, antiguo hogar de las tribus atacameñas que no pudieron contra el guerrero espíritu incaico ni las sofisticadas armas españolas. En la cima, Eugenia me cuenta su historia y divisando la cordillera donde el Volcán Licancabur es rey, imagino a los hombres barbados descendiendo por las montañas en su desenfrenado afán de conquista, y a los de aquí, divisando prontamente al enemigo, esperandolos para hacerles frente, con la estratégica ubicación del Pucará como única ventaja.

El aire se hace fresco, comienza a caer el sol y la cordillera se torna violácea, perfecta, hermosísima. Y nosotras, que no paramos de conversar y tomar fotos, y armar apachetas que nos traigan nuevamente, algún día, por estas mismas tierras, comenzamos a descender a paso cansino. Tenemos suerte y una camioneta nos da un aventón hasta el pueblo.

La noche aquí es fría, limpia, estrellada. Pasear por el pueblo a esta hora hace que una no quiera irse a dormir. Los faroles de luces amarillas, los bares a la luz de las velas, la suave música que se escapa de sus viejas puertas de madera, siempre abiertas de par en par, son un deleite.
Quiero quedarme aquí una semana, o dos. Quiero dejar correr el tiempo en este pueblo sin tiempo, este oasis custodiado por un volcán que cambia de color según la hora del día, que divide naturalmente a los chilenos de los bolivianos, que nos mira desde arriba como un guardián.

Duermo en la cama más cómoda desde que salí de casa, tibia, desparramada, como en los brazos de una madre. Y despierto completamente repuesta del viaje de los días previos, viendo como el sol brillaba a más no poder en la ventana. Eugenia ya me lo había dicho: aquí tenemos 365 días de sol, por eso hay tanto turismo, las vacaciones nunca fallan!. Me fascina esa idea, la de un lugar condenado a la perpetuidad de días soleados, con escasísima humedad, con un clima tan propicio para la alegría. Pienso en el otoño uruguayo, esperándome en casa, y siento que quiero robarme todo el sol atacameño. Llevarlo en mi piel como un sello imborrable.

Y salimos a la calle a buscarlo. Llegamos una vez más hasta la blanca Iglesia de adobe, donde volvemos a tomar las mismas fotos de ayer (pero desde otro ángulo, según Eugenia). Entramos al Museo Arqueológico del Padre Le Paige, en dónde Alejandro, esposo de Eugenia, dedicó años en su profesión de antropólogo como Director del Museo. Lo recorremos sin apuro, compramos algunas artesanías en la tienda que destaca por tener excelente material editorial y artesanal, y seguimos, saliendo al sol, pateando las polvorientas calles de San Pedro.
Almorzamos un riquísimo salmón con papas, ensalada verde y pisco sour y a las tres de la tarde partimos hacia la Laguna Cejar en un accidentado tour.
Pues sí, a pocos kilómetros de dejar San Pedro, pinchamos! Y pinchamos en pleno desierto, con rueda de repuesto pero sin gato, o sea, como si no la tuviésemos.
Un pequeño arbusto que no llega a la categoría de árbol nos alivia con su sombra y entonces, increiblemente relajadas y sin preocupación alguna por cuánto tiempo estaríamos allí, si podríamos o no continuar con el tour, ni por la hora, ni el sol, ni el agua, ni absolutamente nada que nos preocupara, nos tiramos a conversar a la sombra con una pareja de chilenos y una suiza que se parecía tanto a mi prima Cecilia que hasta sentía que hablaba con ella.

Llegamos a la Laguna Cejar con más de una hora de retraso, apurados por el guía, sorteando planes. Nuevamente me resisto al agua pero esta vez no por frío sino por precaución. Sol y sal en exceso es demasiado para mi piel y decido cuidarla. Las aguas de la laguna son tan pero tan saladas, que cualquiera podría hacer el milagro de caminar sobre ellas. Y mientras todos flotan divertidos, yo me entretengo una vez más siendo espectadora.

Seguimos a los Ojos del Salar, un par de ojos azules que se abren en pleno salar de atacama, profundos, enigmáticos. En ellos nos miramos, tomamos fotos y seguimos hacia, supuestamente, la laguna Tebinquiche pero la realidad es que solo acampamos en un sector del salar, donde no se divisa tal laguna. Sí hay celebración. En una improvisada mesita nuestro guía nos agasaja con papas fritas, pisco sour y gaseosas. Y mareados, con la piel salada y bostezando regresamos al pueblo cuando ya era noche.

Comienzo a despedirme de San Pedro desde temprano. A las ocho y poco de la mañana del tercer día estoy en pie; Eugenia desde mucho antes, sale a tomar fotos a la entrada del pueblo.
Desayunamos, empacamos, y nos vamos al cementerio. Cosa curiosa los cementerios por aquí!
Colorido a más no poder, repleto de flores de papel y plástico, polvoriento como todo lo demás, el cementerio de San Pedro deja la sensación de haber atravesado un mundo donde no hay lugar para la pena. Allá atrás de las cruces, el Licancabur asoma y asoma la cordillera toda. Y uno ya no puede decir: que lugar tan tenebroso! Aquí hay sol, mucho sol, y las tumbas recitan poemas, historias, nombres inverosímiles, nos hablan al detalle de quienes se han ido. Aquí los muertos están aún vivos, juegan con sus juguetes, usan su ropa, coleccionan fotos y objetos, nos hablan, nos cuentan cómo fueron y quiénes fueron.
Me alejo mientras Eugenia conversa con dos amigos que acaba de encontrar. Me alejo y los escucho, me pierdo entre las piedras que me hablan de sus vidas y me detengo justo ahí, donde la voz es tan temblorosa que hace doler, y dice: "Emilio, gracias por tu tiempo de mi tiempo, y por la frescura de tu existencia. Todo lo transformaste con un sutil respiro, iluminando la huella que un día, seguiré hacia tu eternidad.."
Emilio tenía dos años.

Y así de simple, sin rituales ni promesas, sin tiempo para la despedida, envuelta en la alegría del encuentro con Samuel, un amigo antofagastino que tenemos en común con Eugenia, de pronto me veo rodeada de un paisaje lunar que no puedo, ni podré jamás, describir con acertadas palabras.
Onírico, abrupto, abrazador, silencioso como un santuario, son los adjetivos con los que puedo intentar contar como es el Valle de la Luna, un valle de crestas color ocre, de dunas interminables... No, no puedo describirlo, ya no lo intento. Me quedo con el recuerdo, me llevo la arena en mis zapatos, el sol vertical de las dos de la tarde sobre la piel, los espejismos del horizonte, las risas de los amigos, la añoranza de San Pedro, mientras la ruta se abre exactamente igual y monótona entre el desierto de atacama, durante cuatro largas horas rumbo a Antofagasta.

Hasta siempre Bolivia!

Y amanecimos como perros en la cucha, acurrucados, arrollados por el frío, con las gotas de rocío que el techo filtraba mojándonos las frazadas, los seis, en un cuarto diminuto de un refugio en medio de la nada.
Eran las cuatro de la mañana, que aún era noche. Pero ya no había sueño, dormíamos desde temprano, o ya no dormíamos, tiritábamos.
Alistamos nuestra equipaje en la oscuridad, oliendo a perro mojado y entierrado, con la emoción del último día mordiéndonos el estómago. Aprovechar las horas era vital, salir al camino oscuro, hacia un nuevo día que iba despertando. Partimos abrigados hasta los huesos, en silencio, aún metidos en el sueño. Ilario nos hablaba en voz baja, para no despertar a Danitza que dormía plácidamente en la falda de su madre. Callábamos, cada uno en su propio ritual de despedida.

Alcanzamos los Geisers luego de recorrer hora y media en la oscuridad, aún insistía la noche. Las fumarolas se hacían visibles gracias a la luz de la camioneta, como bocas vaporosas despidiendo el alma de los volcanes, guardianes del altiplano.
Me quedo adentro mientras la mitad de mis compañeros se atreven a salir a fotografiarlos. El frío es mas fuerte, la noche todo lo cubre y prefiero observar desde adentro, hecha un ovillo en mi asiento. Por momentos caigo en un sueño donde no me voy, donde vuelvo a comenzar el camino, quiero quedarme, no quiero dejarlos, ya los quiero.

Parece que el aire helado los despierta y suben risueños, charlatanes y así terminamos de despabilarnos y comenzamos a gozar de las últimas bromas de turno, de nosotros mismos, de nuestro viaje por Bolivia.
Y llegamos a las aguas termales poco antes de la salida del sol. Un reflejo se anima en el horizonte y el calor que brota desde la tierra se hace visible sobre el espejo acuoso que nos invita. No me atevo, no puedo ni pensar en quitarme la ropa. Cuántos grados habrán? Diez bajo cero? ocho? no quiero pensar en eso. Solo Ana, Pierre y Gaspar se atreven. El resto los observamos divertidos, admirados de tanta valentía, extasiados con la belleza que comienza a hacerse visible con las primeras luces. Sacamos fotos, muchas. Con Manuel, el español, nos reimos de los chapoteos de nuestros compañeros que nos gritan: entren! el agua está deliciosa! Pero seguimos gozando de ser observadores. Disfruten amigos, sientan el agua que no sentimos sobre nuestros cuerpos desde hace tres días, rían, sumérjanse en la tibieza, aquí nos encargamos de las fotos, de la contemplación. Y tras nosotros van llegando otros viajeros, algunos valientes, muchos observadores como nosotros, envueltos en mantas, chullos, guantes, y todo lo que encontremos para atenuar el frio.
Y ya es una multitud que está de fiesta. Las siluetas se recortan en el horizonte, oscuras, delante del haz del fuego que sale como despedido detrás de las montañas, casi como una anunciación, provocando la algarabía colectiva.

Esta es una mañana perfecta, le digo a Manuel, y sonreímos sin más palabras.

Entramos al refugio donde nos espera el desayuno. Comemos como reyes, caléntandonos por dentro, alimentando también el corazón, brindando con té y café por lo que vendrá y por lo que dejamos atrás, sin duda alguna, la mejor parte de mi viaje hasta el momento.

Más tarde partimos hacia la Laguna Verde, atravesando el surrealista Desierto de Dalí, colmado de imágenes oníricas sobre las dunas y vicuñas solitarias. Paramos para tomarnos la última foto, todos juntos, en un último abrazo, inolvidable.
Al llegar a la Laguna Verde, el volcán Licancabur nos espera, recordándome que ya estaba en la frontera con Chile. Allí dejamos a Manuel, cuya misión era escalar sus casi seis mil metros de altura. Nos despedimos de él emocionados, con la promesa de volver a vernos, de escribirnos, de mantener el contacto, con el "buena suerte, buen viaje" como palabras finales. Y fue inevitable sentir que nos desarmábamos, tan rápidamente como nos habíamos encontrado, y en un suspiro lo dejamos atrás, en un refugio donde encontraría quien lo guiara hasta la cima.

Pocos minutos después era mi turno. Al llegar al paso fronterizo con Chile, la familia boliviana y mis compañeros me dejan a la espera del bus que me llevaría a San Pedro, luego de los abrazos y besos, y nuevas promesas de reencuentro y deseos de buen viaje. Danitza, me miraba con sus ojos negros muy abiertos y su carita redonda presintiendo la despedida. Le dejo mis pompones peruanos de la buena suerte, aquellos que la hicieron callar de su primer y único llanto en la mañana que nos conocimos, como recuerdo de mi paso por su tierra. Ella lo recibe con la sonrisa más luminosa que guardo de todo mi viaje. Y es también un regalo para mi.
Allá se van, se alejan, en un largo viaje de regreso a Uyuni. Jamás los olvidaré, compañeros! Buena ruta!

Y a solas, luego de hacer los trámites aduaneros que no me insumen más de cinco minutos, me siento a esperar. Un hombre boliviano se me acerca y me pregunta de donde vengo y hacia donde voy. Por él me entero que a esta hora de la mañana ya tenemos cinco grados bajo cero y que en San Pedro , deberé deshacerme de la mayoría de mi ropa. Ya casi puedo sentir el calor atacameño, lo imagino, como un baño de sol necesario para mi piel enrojecida por el frío.
Llega el bus y subo sin demora. No quiero mirar atrás, no quiero sentir pena por dejar esta tierra maravillosa, sé que volveré, sé que quiero conocerla más profundamente, llegar a Oruro, a La Paz, conocer más a su gente, aquella que me resultó tan esquiva en Villazón, ésta que fue mi familia en Potosí, toda la que sea posible y necesaria.

Ya es hora de atravesar la línea nuevamente, llegar a otro país. Que me espera? Sé que me espera una amiga en San Pedro, y no sé nada más. Le abro la puerta de mi asombro a Chile, y con todo el corazón y mis ansias, le pido que me sorprenda.

Tres días en el Altiplano

Todo quedó atrás a una velocidad feroz. Y transcurrió el tiempo del asombro, de la alegría, del goce más profundo.

Aún me veo cruzando la frontera con todos mis miedos a cuesta, con mi endeble humanidad de aquellos días, extraños, interminables, melancólicos días en los que tantas veces miré hacia atrás queriendo volver, a ojos cerrados, a corazón cerrado, desconocida.

Atrás quedó el largo viaje en un tren lento, vaporoso, colmado de lenguas que hablaban otro idioma, de miradas extrañas e indiferentes, de paisajes sublimes, de sueño entre música y risas ajenas. Y quedó también aquella noche en un hotel a solas, en Uyuni. Si, solita yo en un gran hotel donde nadie más se alojaba y al que llegue cerca de medianoche, hambrienta y cansada. Pero no importaba ni el hambre, ni la soledad, ni el baño que no pude darme porque el agua era helada. Caí rendida en mi cama ancha como si nada más importara esa noche, solo dormir, silenciar las voces del tren, el bullicio de la terminal, el interminable ajetreo de los israelíes que hicieron también interminable el viaje. Dormí y dormí sin medida, sin apuro, sin frio, sin ruidos, dormí con toda el alma acurrucada entre los huesos. Y desperté.

Era fría la mañana, blanquecina, radiante. Salgo apurada hacia la esquina donde debo encontrar a Eugenia, la encargada de la agencia, portadora de instrucciones, mi contacto en Uyuni.
Morocha, bajita, sonriente, bien dispuesta, me asigna a mi grupo, acción que a esta altura de mi viaje se me hace como una "adopción", como tener una familia improvisada, volver al contacto humano, al afecto, al hogar.

Fue muy fácil la unión, el encastre de las piezas humanas tan dispares: Bélgica, Holanda, Francia, España, Bolivia y Uruguay rodando durante tres días en una 4x4 a prueba de todo terreno y condiciones climáticas, cada vez más sucia y cubierta de polvo, cada vez más casa y más hogar.

Al pie del volcán Tunupa completamos el grupo y salimos a la búsqueda del salar de Uyuni, reconociendo ya nuestros acentos, nuestros rostros, nuestras señales personales. Manejaba Ilario, un joven boliviano de voz suave y pausada, junto a su esposa Seneida (nuestra cocinera) y su hijita Danitza, de tan solo dos años. La niña que será mujer, pensaba yo, y será esposa, y cocinera y saldrá a recorrer las rutas del desierto junto a los turistas una y otra vez, repitiendo historias y lugares. Es que uno mira alrededor y se encuentra con la nada. Kilómetros y kilómetros de tierra solitaria, despoblada, tapices de paja brava y yaretas, lagunas verdes, coloradas y azules, salares, volcanes, desiertos, llamas, vicuñas, flamencos, y más desierto, más de la nada, nada, nada. Una nada que se hace todo cuando el corazón se encoge y los ojos tiemblan de asombro. Caminos polvorientos que hacen al hombre polvoriento, seco y curtido como un cuero al sol perpetuo, aislado en la inmensidad del altiplano, viviendo por y para el turista, una pequeña sombra en medio del paisaje más sublime.

Desde la cima de la Isla del Pescado soy testigo de la blanca visión del mar de sal más grande del mundo, aquella que no tiene límite, que se confunde con el cielo, cegadora imagen para mi retina. Respiro profundo. El rápido ascenso me ha dejado sin aliento, lo que veo me enmudece. Quisiera sentarme aquí durante un largo rato, asumirlo, absorberlo todo. Y sin embargo debo bajar casi tan rápido como he subido. Detesto los tours! Pero no hay otra forma de hacerlo aquí, imposible intentar orientarse a solas en esta blanca inmensidad sin puntos de referencia.

Avanzamos por la ruta blanca hasta salir de ella, casi sin querer estamos afuera, en puerto Chubica, en un pequeño hostal de sal. Un refugio salado y blanco, rústico, básico, con energía eléctrica durante solo tres horas, y bastante más cómodo de lo esperado. Esta noche es una fiesta, hay vino, hay comida caliente, hay amigos, hay millones de estrellas en el cielo nocturno, hay calor de hogar y alegría. Dormimos agradecidos...y felices.

Al amanecer todo renace. Nos movemos con el sol, calentamos nuestras manos con los primeros rayos, abrigados hasta la médula, tiritando hasta que llega el desayuno y tomamos coraje para volver a salir a la ruta. Nos vamos, saltando entre las huellas del camino que por momentos deja de serlo para convertirse en un puñado de piedras filosas y amenazantes para nuestras llantas.
Divisamos el volcán Ollagüe, pasamos por lagunas surrealistas, cruzamos el desierto de Siloli donde crecen árboles de piedra y extrañas formaciones rocosas y nuestra camioneta se abre paso durante horas entre escenas de un cuento mágico.
Seneida nos prepara un delicioso almuerzo al pie de la laguna Hedionda, a 4500 msnm. Sopa, carne de llama y quínoa son los manjares que nos reconfortan bajo una sombrilla de paja. El sol es intenso, pero hace frío y sus rayos casi no se perciben, pero sin duda alguna queman y mucho.
Al caer la tarde ingresamos a la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa, solo para dormir en un refugio frente a la Laguna Colorada.
El refugio es mucho más básico que el anterior, y esta vez debemos compartir una habitación los seis, en condiciones mucho más precarias e incómodas, pero no nos importa, estamos sucios, desalineados, sin bañarnos desde hace un par de noches y no nos importa, disfrutamos hasta de nuestras imágenes de linyeras alegres, no necesitamos nada más que un plato de comida y una cama donde dormir. Es nuestra última noche juntos y es preciso festejar.
Ilario, tal como nos prometió, nos trae para la cena una botella de vino tinto de Tarija que nos calienta el cuerpo y el alma. La cena es deliciosa, todo es perfecto. Entonces me detengo a pensar en la felicidad, esa palabra enorme y utópica, ese estado siempre inalcanzable. No hace falta mucho, concluyo. Hay momentos en los que uno quisiera estacionarse y prenderlos en la memoria con un broche para no olvidar jamás que la felicidad es esto: un solo momento, un estado fugaz de alegría, un espacio donde no hace falta nada más que un buen vino, un plato de sopa, compañeros con quienes compartirlo, una caminata bajo la luna, las risas que resuenan en una pequeña casa, a miles de kilómetros de la mia, tan cerca del cielo que las estrellas parecen alcanzables.

Una estrella tan fugáz como la felicidad cruza ante mis ojos. Y pido mi deseo, imposible, improbable, ingenuo, pero esta noche puedo animarme a soñar. Esta noche sí me animo.

Desde La Quiaca a Villazón

Pasé mi última noche en La Quiaca, dando vueltas en mi cama. Ansiosa, muy ansiosa por cruzar la línea, por ir hacia Bolivia y que todo vuelva a ser nuevo para mis ojos.
A modo de despedida, esa noche me agasajé con una rica comida y una cerveza en mi habitación de un hostal que parecía fuera de contexto, un paraíso de comodidad y limpieza, y con tv cable! Me sentí un poco como en casa por unas horas, en un colchón confortable y viendo mis series favoritas. Era tan necesaria esa noche de cotidianeidad, de hábitos familiares, de auto-mimarme, de largas duchas de agua bien caliente!. Desperté renovada, a pesar de haber dormido entre saltos y sueños que de a ratos se confundían con la vigilia.

Temprano me dirijo hacia la frontera con Bolivia, ilusión in pectore, enérgica, caminando rápidamente a pesar del peso que cargo sobre mi espalda. Quiero llegar, cruzar, ver que hay del otro lado, la misteriosa Bolivia, la dolorosa Bolivia, con todos sus colores y olores, con todo lo que tenga para mostrarme.

Llego al puente que divide La Quiaca de Villazón y la guardia militar me recibe con su gesto duro.
Adónde va señorita? Por allá señorita! siga, no se detenga. Esta bien, sigo. Pero no me grite que no hice nada.

Nadie me informa nada, solo sigo por donde me señala el hombrecito verde y enojado. Paso, nadie me detiene, nadie dice nada de nada. Llego a migraciones y hago la fila. Veo que hay gente que pasa sin hacer fila, comienzo a dudar, entonces pregunto. Un nuevo hombrecito verde me pregunta por segunda vez: adónde va señorita? A Bolivia.
Salga de ahi entonces! váyase directo a aquella ventana.
Ok. Pero no me grite.

Ya en la ventana me preguntan porque no tengo el sello de salida de Argentina.
Pero como? no se supone que estoy saliendo ahora?
No, señorita! tiene que hacerlo sellar allá (y señala una oficina a unas dos cuadras de donde estaba ahora parada)
Bueno, pues...nadie me dijo nada (y para mis adentros comencé a tararear una canción de Jaime Ross).
Me miró larga y seriamente y entonces comprendí que no obtendría más respuesta por parte de el. Eso era todo.
Regresé sobre mis pasos, mochila en la espalda, nada divertida, refunfuñando y tratando de conservar mis buenos modos. Sello el pasaporte de salida, vuelvo a la ventanilla, completo formularios y nuevo sellito que dice: entrada a Bolivia. Muy amable señor, que tenga buen día.
Sin respuesta ni miradas, me voy.

Al fin! todo fue muy rápido luego del ameno intercambio con los hombrecitos verdes. Ni siquiera han registrado mi equipaje.
Me alejé preguntandome si sabrían sonreir. Quién sabe.

Entro a Villazón, ese mundo multicolor, gran mercado de ofertas, ciudad fronteriza como todas, densa, en constante movimiento, ruidosa, llena de olores a maíz, coca, especias, frutas, pieles, orines, humanidad en plena actividad comercial.
Me regocijo con tanto espectáculo. La gente no para, los vendedores no acechan, te dejan caminar, los lugareños te miran con timidez, ven tu cámara y se esconden, no quieren ser fotografiados, más de uno me dice: señorita, aquí fotos no!. Otra señora me grita desde la otra esquina: debes pagar por tus fotos!
Oh, si...claro.

Sigo, me olvido de las fotos. Me voy a buscar la agencia que tiene mis pasajes en tren para Uyuni y la encuentro cerrada. Trato de conservar la calma, me siento a esperar en la vereda con una mezcla de preocupación y desconcierto. El dueño me ha dicho el día anterior que abría a las 7 am y ya eran las 9.30 h. Espero una media hora hasta que un rostro amable, gracias Dios!, super amable, me sonría y me dice: Patricia?
Mi encuentro con Alfredo fue un alivio. Al fin estaba sentada frente a su escritorio, coordinando los detalles del tour a Uyuni, charlando sobre aquí y allá, escuchándolo con tristeza hablarme sobre la gran decepción de Evo Morales, cómo el pueblo está viviendo casi un duelo porque sienten que han muerto sus esperanzas, etc etc.
Salgo de la agencia con una cierta desilusión por sentir que Bolivia sigue sufriendo, que ésta era "la" oportunidad, y parece que no lo "será", pienso en los gobiernos que pueden y no hacen, en las ideologías que han muerto en la sociedad pero no en el corazón de algunos hombres que aún viven en el resentimiento, en la división de los pueblos, separando lo bueno de lo malo, desintegrando, creando slogans de "Patria o muerte".
Siempre es Patria, dice Alfredo, con sus ojos visiblemente conmovidos. Nunca puede ser muerte, ya no debería ser más muerte. Me voy con una parte de la historia, su historia.

Camino largas horas en Villazón, gozando de todo lo que veo, entregada por completo a la multitud, no siento peligro, no siento miradas intimidantes, ni presión de ningún tipo.
Me cuesta comprender como la gente se asusta cuando pregunto algo. Algunos ni siquiera responden. Sentirán que lo invadimos? Claramente, no les agradan las preguntas. Ni las fotos.

Entonces trato de no preguntar ni fotografiar. Me limito a mirar, a ver, a llevarme adentro esta mañana única, irrepetible, calurosa y colorida, mientras las horas van muriendo a la espera de un tren a Uyuni.

Yavi

Me alejé, me fui lo más lejos posible del ruido, me fuí a la nada, al más allá de todo, a un pueblo ermitaño que transcurre de sol a sol en cámara lenta, lentísima.

Llegué a Yavi cuando el sol se alzaba como una corona de fuego sobre el pueblo, sobre mí y los pocos habitantes que a esa hora se animaban.



































Cargada, llena de tierra y curiosidad busqué hospedaje en una vieja casa de adobe y techo de barro y paja, como todas las casitas del pueblo, este pueblo amarillo y terracota, de arbolitos secos de sombras diminutas, antiguo pueblo de marqueses y también de batallas heroicas. Porque aqui no siempre fue la paz que ahora se respira y en sus calles de tierra sangra también la historia.


Hago lo único que se puede hacer aqui. Camino. Me pierdo, me voy a la Iglesia de más de 300 años que duerme en un oasis verde dentro de la puna, una zona increiblemente verde y fresca, tan distinta al resto del pueblo. Entro y me siento por un rato. La iglesia es oscura, sencilla, algo desmejorada y aquí descubro el silencio más absoluto, el mas callado, el que duele, el que me deja a solas con mis pensamientos, quizás algunos de los que vengo huyendo. No se que tiene este lugar, cual es su secreto, pero allí sentada, con mis emociones a flor de piel, siento como todo se va moviendo dentro de mí. Pasan de a uno todos los días desde que llegué a Salta, pasa mi casa, pasa la familia, pasa el amor, pasan los amigos, pasa mi vida entera en este momento en el que estoy sola frente a un altar dorado, en un pueblito de apenas 500 habitantes (y la mitad de ellos, hombres jóvenes, se han ido a trabajar afuera).
Los santos y ángeles me miran, me escuchan sollozar, hasta parece que comprendieran. Que bueno! porque ni yo logro comprender que me pasa, porque este pueblo me hace sentir tan vulnerable, tan lejana, tan indefensa.
 






Será que tuve que recorrer sus calles una y otra vez buscando algo para comer y todas las puertas estaban cerradas. Habían algunas que parecían abandonadas para siempre. Puertas roídas por el tiempo y candados enormes en ellas. Sí, deben estar abandonadas, porque nadie cierra sus puertas en Yavi. La gente confía y no hay miedo.

Será que estaba sola en el hostel con un encargado con mirada turbia y yo sin llave en mi habitación. Yo sí sentía miedo. Yo venía de afuera y temía a los de adentro. Tonta de mí.

Será que nada de esto tendría importancia si alguien me acompañara, si pudiera mirar a mi costado y decir: cuánta belleza, cuánta magia en este lugar, tan solo y sin embargo, tan alegre, tan a salvo de todo. Mira como saluda la gente, te dan los buenos días y las buenas tardes con una sonrisa cuando te cruzan en la calle; no hay semáforos, no hay shoppings ni tiendas que vendan ropa ni electrodomésticos ni cosméticos, no hay cines ni teatros, hay una señora que tiene una almacén desde hace 30 años y abre de 7 a 23 hrs, y eso es todo. Hay un registro civil tan chiquito como el número de matrimonios que han de celebrarse aquí. Hay mucha belleza de la simple, de la auténtica, sana y desenfadada.

Entonces salgo de la Iglesia y camino, respiro el aire fresco, observo unos raros pájaros amarillos, los escucho cantar y aletear desde las copas de los árboles, me siento frente a la ex casa del Marqués (sí un Marqués en Yavi, hace ya cientos de años aquí se instaló el único marquesado de sudamérica) y dejo transcurrir el tiempo, leo un rato, me pierdo en las historias de amor de La Maga y Oliveira, mientras un par de perros me miran con simpatía y se echan a mis pies. Conversamos un rato, los acaricio, y sigo mi camino, me voy a tomar unas fotos. Pero ellos ya me eligieron. Quizás me vieron demasiado sola, o simplemente les gustaron las caricias (también a mi me gustaron), y me siguen, me siguen toda la tarde con sus agitadas colas y a la noche escoltan mi puerta en el hostal. Fieles a una palabra de afecto, a una caricia. Ni siquiera tenía comida para compartir con ellos. Pero más tarde me dí cuenta que no importaba. Ellos daban lo que habían recibido: compañía, afecto. Y entonces yo también los elegí como compañeros y los cuidé de las peleas callejeras, y del sol sin clemencia, compartí con ellos mi agua, nos tomamos fotos juntos y terminé riendome de mí misma mientras un anciano con un enorme sombrero de ala ancha nos miraba ensayar el automático de mi cámara y divertido, también reía.

La noche fue la más tranquila que recuerdo haber vivido, tan silenciosa, tan estrellada, y tan fría en las calles. El hostel resultó ser una delicia de lugar, cálido, con buena música, repleto de historias, leyendas y recuerdos colgando en las paredes, invitando a la lectura contínua.
Afortunadamente, esa noche llegaron tres viajeros más con los que compartí habitación. También compartimos una botella de vino de cafayate a la hora de comer unos ricos ravioles que nos preparó el dueño del hostel para la cena (que ya lucía menos intimidante, por cierto), y que devoré en pocos minutos.

Luego del brindis, la calma, el sueño, el gato blanco que se echa a mis pies en la cama, dormir las horas que el cuerpo quiera, sin relojes despertadores, sin apuros y sin fantasmas.

Parto en la misma atmósfera de silencio en la que llegué. Le dejo una nota al dueño del hostel que aún dormía junto al pago de mi cena. Me despido de mis perros que también dormían en la puerta del hostel y que al verme, saltaron contentos dejando mi pantalón oscuro lleno de patas amarillas, amarillas como Yavi, amarillas como sus casas y sus calles y sus árboles, amarillas como la luz que me llevo al dejarla.

La lluvia que me detuvo


Iruya...Iruya..

Quedó tan atrás y tan arriba como mis sueños. Aún sigo aquí, en Humahuaca, detenida, congelada, sin saber exactamente qué hacer. La tormenta que anoche cayó con toda su fuerza sobre la quebrada, dejó a Iruya aislada. Y me pregunto porqué justamente anoche? Han sido días secos, a sol rajante, de cielos azules, y anoche tenía que llover. Dí vueltas en mi cama durante la noche, escuchando los truenos y el agua golpear contra el techo como avisándome.
No madrugues, no hace falta, no puedes irte adónde quieres, renuncia.

Luego la confirmación del vendedor de la terminal: no llegan los buses hasta Iruya, sino hasta 3 kms. antes, hay que cruzar un río a pie, mojarse, caminar a casi 4000 m de altura con la mochila en la espalda. No era algo viable para mí. No me atreví. Menos aún cuando el amable señor asomado en la ventanilla me dice: quien sabe cuando se pueda retomar la ruta normalmente. Eso significaba tener que hacer la misma travesía para volver, siempre y cuando no lloviera más aún y los buses directamente decidan no viajar.

Me quedé estaqueada en esa terminal llena de gente, sin saber hacia donde correr, desnorteada, decepcionada, y triste. Tanto soñar con llegar a Iruya y San Isidro, para que una lluvia me desarme en pocos minutos. Como se desarma también la vida.

Me fui a la posada, hice cuentas, repasé la ruta, decidí irme de mi privilegiada habitación privada, que despues de todo no era tan "privilegiada" para lo que estaba pagando, tomé el desayuno y me fui al hostel que queda justo enfrente a la posada, pero cuesta la mitad. Debo compartir otra vez, pero ya no me importa, el lugar es limpio, luminoso, tranquilo, me gusta. No es el caos de Tilcara, y afortunadamente, estoy sola en una habitación para cuatro. Pero hoy quisiera tener a alguien a mi lado, poder decirle: estoy triste, me siento cansada, no se que hago aquí. Me molesta ese sentimiento de desazón, que me ha paralizado en lugar de impulsarme hacia otro sitio.

Decido que mañana me voy a La Quiaca. Me han hablado de un pueblo por allí cerca que se llama Yavi, uno de esos pueblitos diminutos, dormidos, estáticos como ahora me siento. Allá me iré ni bien llegue a la ciudad fronteriza.

Humahuaca en Domingo de Pascua me sorprende con su ritmo lento, tranquila, apaciguada. Es diferente a lo que era ayer, no hay tantos turistas, no hay casi vendedores en la plaza, algunos comercios están cerrados, y alegre y ya más tranquila, la camino. Sus calles de piedra, sus callejones angostos, sus rebeldes graffities, sus perros aburridos, su espíritu lleno de tradición e historia van llenando la mañana, la tarde, mi día. Paradogicamente, un día de sol pleno, desafiante. Lo siento pegarme en la cara desde mi refugio en la plaza donde me siento solo a observar y me sigo preguntando: porqué llovió así anoche? porqué? Pero no es algo que pueda cambiar ya, así debió ser y es.

Estoy acá, en Humahuaca, esperando a que el santo que sale del campanario de la municipalidad cada mediodía me salude con su mano rígida, comiendo guisos de quinoa y humitas, durmiendo siestas, leyendo a Cortázar, charlando con dos malabaristas uruguayos con ojos llenos de cocaína y pesadumbre, de esa que se acarrea con los años de dormir en la calle y comer la misma sopa todos los días. Uno de ellos me pregunta por Pepe Mujica, por el paisito, quiere saber, quiere escuchar un "tá", quiere noticias de su tierra, aquella que dejó hace cuatro años. Le cuento, hablamos de los barrios, de nuestra gente, de nuestra comida, de las bondades y miserias de viajar solo y comienzo a sentir una nostalgia tan grande que me despido abruptamente. Me voy hacia las mismas calles una y otra vez, girando sobre todo lo visto y sobre mí misma, repitiéndome y repitiendo: cuando salga el sol me habré ido, cada vez más lejos de casa, cada vez más cerca de pegar la vuelta.

Quebrada de Humahuaca

Son las seis de la tarde y es casi una hazaña poder concentrarse en este diminuto ciber, colmado de niños que juegan y gritan y corretean sin parar. El único ciber abierto del pueblo, este pueblo al que llego cansada, agobiada, cubierta de polvo y sensaciones encontradas. Humahuaca sin embargo me recibe casi solitaria, tranquila, aún despertando y siento otra vez esa vibración de llegar a un lugar soñado, que no defrauda. El sol pegaba fuerte, contra las casas de adobe, contra los primeros barrenderos, en las escalinatas que llevan a ese gigante monumento de los Heroes de la Independencia, contra mi cara, contra todo y todos. El sol se siente en este lugar de la quebrada ubicado a casi 3000 msnm. Tanto como el frío que a esta hora de la tarde empiezo a sentir.

LLego con ansias de un café caliente y unos bizcochos, llego con la firme decision de encontrar una habitación solo para mi, sin viajeros que van y vienen, sin montañas de ropa acumulada, sin esperas para el baño, sin miradas permanentes, sin ronquidos ajenos, sin nada más que yo, yo y yo. Me necesito, necesito parar esta vez, quiero dialogar un rato con el silencio, mirar hacia atrás y decidir hacia adónde ahora.

Desde aquella mañana en la que dejé Salta y me perdí en la preciosa y colorada Quebrada de Humahuaca, los pueblos mínimos fueron pasando como historias contadas en diferentes películas, muy diferentes, muy distantes unas de otras.

Llegar a Purmamarca es como caer en un cuento mágico. Es algo inverosímil, un rincón encantado, un lugar para echar raíces, para no partir, para no olvidar si se decide hacerlo.
Increiblemente la mayoría de los viajeros llegan por el día y se van, no duermen en Purma.
Pareciera que el tamaño del pueblo es clave para tomar decisiones, si es pequeño partimos rápidamente, si es grande, nos quedamos. Que hay para hacer aquí? Nada.
Entonces decido quedarme. Hacer "nada" es lo que quiero. No hace falta museos, cines, grandes restaurantes ni mercados. Solo hay que mirar. Perder la vista en el Cerro de Siete Colores, una y otra vez, sentarse en la plaza a dejar pasar el tiempo, tomar unos mates acariciando perros, leer un libro, divertirse con los artesanos y malabaristas que ensayan sus números en el centro de la plaza, y revolver alguna artesanía de los tantos puestos que rodean la placita. Luego seguir hasta la Iglesia, pequeñita, blanca, con sus arcos y muros y de adobe, rodearla, seguir hasta el antiguo algarrobo, un viejito arrugado que ha sido testigo de la vida de este pueblo, pero calla, se la reserva, deja que otros la cuenten. Solo abre sus brazos y alivia a los peatones ávidos de sombra.
Tampoco aquí el sol da tregua. Me protejo con mi sombrero de ala ancha que compré en Cafayate y camino una y otra vez las polvorientas callecitas de Purmamarca, la única, la inolvidable. Me atrevo con el camino de los colorados, un sendero bordeado de montañas rojas y verde agua, de diversas formas que dieron el viento y el agua. Porque antes aquí, era el agua. Y ahora es tierra, polvo, montañas coloradas, paisajes inverosímiles, que roban el aliento.

La noche es la más hermosa de todas, bajo un manto de estrellas incontables, casi sin gente en las calles, algunas peñas abiertas dejan escapar sonidos de sikuris. Me premio por la decisión tomada de quedarme con una cazuela de llama y un vinito y me voy a dormir con la alegría en el corazón, con la certeza absoluta de haber encontrado la razón de mi viaje, ese lugar que hace valer la pena todo lo demás. Todo lo que pasó parece poco, todo lo que viene es incertidumbre.
Me duele dejarla, quisiera quedarme muchos, muchos días más. Pero tomo la decisión equivocada esta vez: luego de una breve pasada por las Salinas Grandes, me voy.

Llego a Tilcara y no salgo de mi asombro. Las calles colmadas de autos, bocinas, gente, mucha, demasiada gente, la cumbia suena en todas partes a un volumen poco amistoso. Quiero tomar fotos pero no puedo, los autos no dejan de atravesarse, la gente no deja de pasar, todo me resulta caótico, hasta el hostel donde me hospedo, luego de intentar en varios otros lugares. No hay cupos es la respuesta. Es Semana Santa, y Semana Santa en Tilcara, lo que no es algo que pueda pasar desapercibido. Aqui se se vive esta semana con mucha intensidad, cada día un festejo, una procesión, una misa.
Nada contenta con el nuevo hallazgo me voy al Pucará. No tengo resto para ir hasta la Gargante del Diablo, la que me recomiendan pero desdeño por cansancio.
Camino media hora y llego, entro al sitio en donde vivieron los tilcaras y se defendieron de los ataques del conquistador, pueblos que luego emigraron, algunos se asentaron en lo que ahora es Tilcara y otros quien sabe adónde, huyendo del arma enemiga.

Al día siguiente me voy a Maimará, un pequeño poblado cerca de Tilcara, un pueblo lindo, que mira a una montaña multicolor que ellos llaman Paleta de Pintor.
Tengo suerte, encuentro un procesión que llega al mediodía a la iglesia y varias bandas de sikuris la reciben. Los sikuris me encantan, me dan alegría. Son bandas integradas por adultos y algunos niños que interpretan música generalmente religiosa, con sikus, bombos, redobles, platillos, y una maraca que indica cuando empieza o termina una interpretación. La música me invade, me hace querer bailar. Solo sonrío y observo. Me dejo llevar por la música y allí pasan los minutos alegres, y frescos.

En la noche las bandas de sikuris llegan a Tilcara, en gran cantidad, hasta altas horas de la noche. Las ermitas iluminadas en las esquinas son una muestra del arte tilcareño volcado a la religiosidad. Un pueblo de fé, de muchísma fé religiosa que se percibe en el aire de esta Semana Santa diferente para mí, que me atrae con su música alegre. No es la tristeza que invade las calles montevideanas, es la alegría de la gente que celebra, que baila, que ofrenda.

Con las bandas pasando una y otra vez por la ventana de mi habitación me voy a dormir y caigo en un sueño profundo, donde aún resuenan las campanas de la iglesia, los sikuris, y el bullicio callejero.

Salto de la cama a las seis de la mañana. Tengo que salir de aquí, de este ruido perpetuo, de este caótico pueblo que me pisa los talones. Me voy a Humahuaca en un destartalado bus local y llego aquí tan temprano que hasta los perros duermen. Me instalo en "mi" habitación privada, donde tendré tiempo de poner algunas cosas en orden: ropa, sensaciones, deseos, destinos.
Camino un rato y al mediodía, este pueblo que me gusta mucho más que Tilcara se empieza a llenar de gente: vendedores, turistas, viajeros, autos. Otra vez la misma historia? No, ya no quiero multitudes, necesito encontrar otra vez el corazón perdido en Purmamarca. Entonces vuelvo a decidir. Mañana me voy a Iruya, me voy a la montaña, quiero estar arriba, bien arriba de las ruidosas urbes, tan cerca como pueda de la luna, tan cerca como pueda de mí misma, otra vez.

De vuelta a los valles




Era tan preciso, tan necesario. Ese sueño del que abrí los ojos hace un año atrás, me reclamaba. Volver a los valles, a las rutas serpenteantes, a las montañas y nevados, los caminos polvorientos.
La ciudad me tenía bostezando, quieta, suspirante. Ansiaba esto, quería volver a reir por dentro.

Tomo un tour rumbo a Cachi con las primeras luces de la mañana. Atrás, en la ruta 68 fueron quedando Cerrillos, La Merced, El Carril, pueblitos mínimos, prescindibles, igual a muchos, mientras el mini bus se adentraba en el valle de Lerma. Suenan mis canciones en el reproductor de mp3, me pierdo a través de la ventana, entre los añiles y los verdes intensos, comienzo a sentir nuevamente, se que estoy en la ruta deseada, se que quiero estar aquí.
Al tomar por la ruta 33 se asoma un pico nevado, imponente, vestido de nubes que chocan entre las montañas y caen sobre nosotros en forma de lluvia. Llovizna de a ratos, se siente un aire húmedo, vegetal, salvaje. Todo está cambiando, cambian las imágenes, las sensaciones, cambio yo, y me siento tan verde y viva como el valle.

El bus atraviesa la Quebrada de Escoipe, siguiendo el curso del río que le da el nombre, pero en sentido opuesto. Este hilo de agua color chocolate, manso y silencioso, nace en la Cuesta del Obispo y muere en el dique Cabra Corral cerca de la capital. Desde arriba se ve como delgados brazos que serpentean entre las rocas, abrazandolo todo.
Entonces aparecen los rojos, terracotas, verdes, blancos, en delgadas capas de tierra que durante años y años fueron convirtiéndose en majestuosas montañas, hermosas, diferentes a todo lo que antes había visto. Me encantan. Durante el trayecto todo es asombro, todo es nuevo y al mismo tiempo el paisaje me habla de otro valles ya conocidos, como el del Colca en Perú. Revivo emociones, siento que empiezo a disfrutar de mi viaje.

Luego de atravesar la Piedra del Molino, a 3380 msnm, bajamos un poco hacia la Puna. Árida, solitaria, extensa, habitada por burros, guanacos y pastos secos. El horizonte se alarga, y la ruta se endereza, entramos en la recta del Tin Tin, una perfecta línea de 18 km de extensión que corre entre el Cerro Tin Tin y el Cerro Negro. Aparecen entonces los candelabros gigantes, de a cientos, de todas formas y tamaños, algunos muy viejitos. Son los cardones que crecen entre 1500 y 3500 msnm. El Parque Nacional los Cardones es una perfecta excusa para bajar a tomar fotos. Salgo de prisa, no quiero que haya gente posando. Me alejo lo mas que puedo y tomo mis fotos. El calor es casi insoportable ahora. Atrás quedo el viento, la lluvia y el granizo. El suelo es tan seco y pedregoso que duele caminar. Hacia un lado de la ruta el fondo es añil intenso, con nubes muy blancas que parecen algodones. Hacia el otro, los rojos cerros en diferentes tonalidades son otra historia. Cada una encantadora, inolvidable.

Pocos minutos más y ya estoy en Cachi, pueblito que me conquistó a primera vista, ex capital del Collasuyo en tiempos del inca, cuna de la historia más antigua de la provincia de Salta.
Pueblo blanco, pueblo de adobe desteñido por las lluvias, pueblo de siestas eternas y perros flacos, de aceras altas e imposibles y calles de adoquín. De esos que me gustan y me contienen.


Almuerzo en un barcito con mesas en la acera y observo. Hay muchos turistas, muchos viajeros, mucha gente que llega y se va, pocos se quedan por que casi nada hay para hacer aqui, salvo caminar, dormir, enlentecerse, escucharse. Me encantaría quedarme, me reprocho la decisión de volver pero debo volver. Mañana quiero llegar a Cafayate, y no he traido mi equipaje. Aprovecho la ultima hora disponible para perderme en sus calles, ver artesanías, conversar con los perros, tomar un helado en la plaza escudriñando la iglesia amarillenta y diminuta.
No quiero irme. No puedo evitar sentir que Cachi merece más que el paso apurado de un tour.
Pero me voy, deshaciendo el camino durante tres interminables horas en un bus apretado e incómodo. Comienza a llover sobre el cristal que ya no es verde, se hace gris y mojado. Entonces cierro los ojos y recuerdo. Y aparecen nuevamente los valles calchaquies, brillantes, intensos, interminables; me inundan por dentro, me llenan de sol y humedad mientras suena una canción, un regalo que cargo desde Montevideo: The Garden of Forever.
Sí, es este el jardín donde quisiera quedarme para siempre. Es este, igual que aquel de hace un año, uno de esos lugares en los que siento haber encontrado algo dentro de mi, algo parecido a la esperanza, a la alegría, a la libertad, un sitio sin bocinas, sin chimeneas, sin cemento, sin apuro. Un lugar inocente donde puedo atreverme a soñar sin ser despertada.

Ciudad de Salta

Atrás quedaron Montevideo, Colonia, Buenos Aires. Todo eso es rutina, bus, barco, avión, taxi, trámites, esperas. Un largo recorrido en breves horas, hasta aquí, hasta Salta, La Linda.
Linda y apacible, bostezando a la hora de la siesta en la que arribo. Una ciudad que por momentos se transforma en un pueblito del interior de Uruguay. Mismo rostro, mismo ritmo. Será que todos los pueblos del interior sudamericano son exactamente iguales?- me pregunto al salir del hostel que elijo en la calle Entre Rios casi Zubiría.
Pero al llegar a la Plaza 9 de Julio todo cambia. Ya no es un pueblito igual a otro, dormido, sustituible. Aparece la historia, no la primitiva, no la primera. Aquella de 1580, colonial, de los tiempos de Hernando de Lerma, de virreyes y coronas, de conquistas, de batallas.
No en vano es la cuidad argentina que mejor conserva la memoria de esos años coloniales, antiguos, descascarados, pero que la hacen encantadora, como una viejita que se maquilla cada tarde para pasear por la plaza.

Camino hacia ella, hambrienta, cansada, perdida. Tambien hambrienta de cosas nuevas. Espero que algo me asombre, me haga sonreir. No se porqué pero este viaje me ha costado, mi humor ha costado, se me ha vuelto caprichoso, por primera vez le dieron ganas de quedarse en casa y no salir. Y mientras camino y busco, y miro, y exploro, y siento, espero ese momento en que las ganas han de volver. Sí es cierto, amo viajar. Quiero todo lo nuevo de este mundo, mucho más de esta sudamérica mía, antes que cualquier otra tierra, ante que cualquier otra lengua, historia o sangre. Quiero. Y entonces espero. Me dejo llevar, camino y camino en la tarde plomiza de la capital salteña, calurosa, quieta, sonriente en los ojos de su gente amable.

Un barcito frente a la plaza principal me invita a sentarme junto a sus palomas. Miro la Catedral de frente, clara, vestida de rosa y amarillo pálido, señorial, orgullosa. Me gusta. No siento especial atracción por la iglesias, pero me gusta. Embellece, atrae, dice. Dice que ella es la mas linda, que es hacedora de milagros, que guarda orgullosa los restos del Gral. Martín de Güemes, y otros heroes de norte, luchadores de la patria, soldados también sin nombre que se identifican en el panteón como "desconocido", héroes sin nombre. Sentí tristeza.

Bordeo, camino, sigo mirando. Dejo atrás el Cabildo, el Museo de Arqueología de Alta Montaña, galerías, peatonales, bares, agencias de turismo, gente, mucha gente concentrada en su entorno. La camara fotografica se empieza a animar, las ganas están ahi esperando en la esquina de Caseros y Cordoba, frente a la Basílica de San Francisco, roja y oro, imponente, rebuscada, recargada. Imposible ignorarla. Imposible no querer fotografiarla. Quien diría? Mi falta de fe religiosa seducida por un templo de Dios. Aunque solo fuera su rostro, no su corazón, no ese que aún no comprendo, pero la admiro, me hace callar, determe por un buen rato. Hermosa por fuera, hermosa y triste por dentro, muda, oscura, sucia, a pesar de ser Monumento Histórico Nacional. En algo me recuerda a la decadencia montevideana. Pero también me gusta, reconozco, lo decadente, lo que queda detenido de alguna forma, lo que no pretende esconder el paso del tiempo

Sigo. Tengo que seguir, tengo que salir de los templos, encontrar la gente, encontrar el alma de la cuidad. Pero estoy agotada, sedienta. Necesito cerrar los ojos, dormir, vaciar mis pensamientos cargados de oficina, rutina, de días alocados, de preguntas, de incertidumbres. Necesito irme por un rato y abrir los ojos cuando sienta que he llegado a donde quiero llegar, que voy a encontrar en este viaje lo que he venido a buscar.

No tengo idea qué es. Pero sé que algo estoy buscando y aun no lo encuentro.