Viajes

De vuelta a los valles




Era tan preciso, tan necesario. Ese sueño del que abrí los ojos hace un año atrás, me reclamaba. Volver a los valles, a las rutas serpenteantes, a las montañas y nevados, los caminos polvorientos.
La ciudad me tenía bostezando, quieta, suspirante. Ansiaba esto, quería volver a reir por dentro.

Tomo un tour rumbo a Cachi con las primeras luces de la mañana. Atrás, en la ruta 68 fueron quedando Cerrillos, La Merced, El Carril, pueblitos mínimos, prescindibles, igual a muchos, mientras el mini bus se adentraba en el valle de Lerma. Suenan mis canciones en el reproductor de mp3, me pierdo a través de la ventana, entre los añiles y los verdes intensos, comienzo a sentir nuevamente, se que estoy en la ruta deseada, se que quiero estar aquí.
Al tomar por la ruta 33 se asoma un pico nevado, imponente, vestido de nubes que chocan entre las montañas y caen sobre nosotros en forma de lluvia. Llovizna de a ratos, se siente un aire húmedo, vegetal, salvaje. Todo está cambiando, cambian las imágenes, las sensaciones, cambio yo, y me siento tan verde y viva como el valle.

El bus atraviesa la Quebrada de Escoipe, siguiendo el curso del río que le da el nombre, pero en sentido opuesto. Este hilo de agua color chocolate, manso y silencioso, nace en la Cuesta del Obispo y muere en el dique Cabra Corral cerca de la capital. Desde arriba se ve como delgados brazos que serpentean entre las rocas, abrazandolo todo.
Entonces aparecen los rojos, terracotas, verdes, blancos, en delgadas capas de tierra que durante años y años fueron convirtiéndose en majestuosas montañas, hermosas, diferentes a todo lo que antes había visto. Me encantan. Durante el trayecto todo es asombro, todo es nuevo y al mismo tiempo el paisaje me habla de otro valles ya conocidos, como el del Colca en Perú. Revivo emociones, siento que empiezo a disfrutar de mi viaje.

Luego de atravesar la Piedra del Molino, a 3380 msnm, bajamos un poco hacia la Puna. Árida, solitaria, extensa, habitada por burros, guanacos y pastos secos. El horizonte se alarga, y la ruta se endereza, entramos en la recta del Tin Tin, una perfecta línea de 18 km de extensión que corre entre el Cerro Tin Tin y el Cerro Negro. Aparecen entonces los candelabros gigantes, de a cientos, de todas formas y tamaños, algunos muy viejitos. Son los cardones que crecen entre 1500 y 3500 msnm. El Parque Nacional los Cardones es una perfecta excusa para bajar a tomar fotos. Salgo de prisa, no quiero que haya gente posando. Me alejo lo mas que puedo y tomo mis fotos. El calor es casi insoportable ahora. Atrás quedo el viento, la lluvia y el granizo. El suelo es tan seco y pedregoso que duele caminar. Hacia un lado de la ruta el fondo es añil intenso, con nubes muy blancas que parecen algodones. Hacia el otro, los rojos cerros en diferentes tonalidades son otra historia. Cada una encantadora, inolvidable.

Pocos minutos más y ya estoy en Cachi, pueblito que me conquistó a primera vista, ex capital del Collasuyo en tiempos del inca, cuna de la historia más antigua de la provincia de Salta.
Pueblo blanco, pueblo de adobe desteñido por las lluvias, pueblo de siestas eternas y perros flacos, de aceras altas e imposibles y calles de adoquín. De esos que me gustan y me contienen.


Almuerzo en un barcito con mesas en la acera y observo. Hay muchos turistas, muchos viajeros, mucha gente que llega y se va, pocos se quedan por que casi nada hay para hacer aqui, salvo caminar, dormir, enlentecerse, escucharse. Me encantaría quedarme, me reprocho la decisión de volver pero debo volver. Mañana quiero llegar a Cafayate, y no he traido mi equipaje. Aprovecho la ultima hora disponible para perderme en sus calles, ver artesanías, conversar con los perros, tomar un helado en la plaza escudriñando la iglesia amarillenta y diminuta.
No quiero irme. No puedo evitar sentir que Cachi merece más que el paso apurado de un tour.
Pero me voy, deshaciendo el camino durante tres interminables horas en un bus apretado e incómodo. Comienza a llover sobre el cristal que ya no es verde, se hace gris y mojado. Entonces cierro los ojos y recuerdo. Y aparecen nuevamente los valles calchaquies, brillantes, intensos, interminables; me inundan por dentro, me llenan de sol y humedad mientras suena una canción, un regalo que cargo desde Montevideo: The Garden of Forever.
Sí, es este el jardín donde quisiera quedarme para siempre. Es este, igual que aquel de hace un año, uno de esos lugares en los que siento haber encontrado algo dentro de mi, algo parecido a la esperanza, a la alegría, a la libertad, un sitio sin bocinas, sin chimeneas, sin cemento, sin apuro. Un lugar inocente donde puedo atreverme a soñar sin ser despertada.

Ciudad de Salta

Atrás quedaron Montevideo, Colonia, Buenos Aires. Todo eso es rutina, bus, barco, avión, taxi, trámites, esperas. Un largo recorrido en breves horas, hasta aquí, hasta Salta, La Linda.
Linda y apacible, bostezando a la hora de la siesta en la que arribo. Una ciudad que por momentos se transforma en un pueblito del interior de Uruguay. Mismo rostro, mismo ritmo. Será que todos los pueblos del interior sudamericano son exactamente iguales?- me pregunto al salir del hostel que elijo en la calle Entre Rios casi Zubiría.
Pero al llegar a la Plaza 9 de Julio todo cambia. Ya no es un pueblito igual a otro, dormido, sustituible. Aparece la historia, no la primitiva, no la primera. Aquella de 1580, colonial, de los tiempos de Hernando de Lerma, de virreyes y coronas, de conquistas, de batallas.
No en vano es la cuidad argentina que mejor conserva la memoria de esos años coloniales, antiguos, descascarados, pero que la hacen encantadora, como una viejita que se maquilla cada tarde para pasear por la plaza.

Camino hacia ella, hambrienta, cansada, perdida. Tambien hambrienta de cosas nuevas. Espero que algo me asombre, me haga sonreir. No se porqué pero este viaje me ha costado, mi humor ha costado, se me ha vuelto caprichoso, por primera vez le dieron ganas de quedarse en casa y no salir. Y mientras camino y busco, y miro, y exploro, y siento, espero ese momento en que las ganas han de volver. Sí es cierto, amo viajar. Quiero todo lo nuevo de este mundo, mucho más de esta sudamérica mía, antes que cualquier otra tierra, ante que cualquier otra lengua, historia o sangre. Quiero. Y entonces espero. Me dejo llevar, camino y camino en la tarde plomiza de la capital salteña, calurosa, quieta, sonriente en los ojos de su gente amable.

Un barcito frente a la plaza principal me invita a sentarme junto a sus palomas. Miro la Catedral de frente, clara, vestida de rosa y amarillo pálido, señorial, orgullosa. Me gusta. No siento especial atracción por la iglesias, pero me gusta. Embellece, atrae, dice. Dice que ella es la mas linda, que es hacedora de milagros, que guarda orgullosa los restos del Gral. Martín de Güemes, y otros heroes de norte, luchadores de la patria, soldados también sin nombre que se identifican en el panteón como "desconocido", héroes sin nombre. Sentí tristeza.

Bordeo, camino, sigo mirando. Dejo atrás el Cabildo, el Museo de Arqueología de Alta Montaña, galerías, peatonales, bares, agencias de turismo, gente, mucha gente concentrada en su entorno. La camara fotografica se empieza a animar, las ganas están ahi esperando en la esquina de Caseros y Cordoba, frente a la Basílica de San Francisco, roja y oro, imponente, rebuscada, recargada. Imposible ignorarla. Imposible no querer fotografiarla. Quien diría? Mi falta de fe religiosa seducida por un templo de Dios. Aunque solo fuera su rostro, no su corazón, no ese que aún no comprendo, pero la admiro, me hace callar, determe por un buen rato. Hermosa por fuera, hermosa y triste por dentro, muda, oscura, sucia, a pesar de ser Monumento Histórico Nacional. En algo me recuerda a la decadencia montevideana. Pero también me gusta, reconozco, lo decadente, lo que queda detenido de alguna forma, lo que no pretende esconder el paso del tiempo

Sigo. Tengo que seguir, tengo que salir de los templos, encontrar la gente, encontrar el alma de la cuidad. Pero estoy agotada, sedienta. Necesito cerrar los ojos, dormir, vaciar mis pensamientos cargados de oficina, rutina, de días alocados, de preguntas, de incertidumbres. Necesito irme por un rato y abrir los ojos cuando sienta que he llegado a donde quiero llegar, que voy a encontrar en este viaje lo que he venido a buscar.

No tengo idea qué es. Pero sé que algo estoy buscando y aun no lo encuentro.