Viajes

Hasta siempre Bolivia!

Y amanecimos como perros en la cucha, acurrucados, arrollados por el frío, con las gotas de rocío que el techo filtraba mojándonos las frazadas, los seis, en un cuarto diminuto de un refugio en medio de la nada.
Eran las cuatro de la mañana, que aún era noche. Pero ya no había sueño, dormíamos desde temprano, o ya no dormíamos, tiritábamos.
Alistamos nuestra equipaje en la oscuridad, oliendo a perro mojado y entierrado, con la emoción del último día mordiéndonos el estómago. Aprovechar las horas era vital, salir al camino oscuro, hacia un nuevo día que iba despertando. Partimos abrigados hasta los huesos, en silencio, aún metidos en el sueño. Ilario nos hablaba en voz baja, para no despertar a Danitza que dormía plácidamente en la falda de su madre. Callábamos, cada uno en su propio ritual de despedida.

Alcanzamos los Geisers luego de recorrer hora y media en la oscuridad, aún insistía la noche. Las fumarolas se hacían visibles gracias a la luz de la camioneta, como bocas vaporosas despidiendo el alma de los volcanes, guardianes del altiplano.
Me quedo adentro mientras la mitad de mis compañeros se atreven a salir a fotografiarlos. El frío es mas fuerte, la noche todo lo cubre y prefiero observar desde adentro, hecha un ovillo en mi asiento. Por momentos caigo en un sueño donde no me voy, donde vuelvo a comenzar el camino, quiero quedarme, no quiero dejarlos, ya los quiero.

Parece que el aire helado los despierta y suben risueños, charlatanes y así terminamos de despabilarnos y comenzamos a gozar de las últimas bromas de turno, de nosotros mismos, de nuestro viaje por Bolivia.
Y llegamos a las aguas termales poco antes de la salida del sol. Un reflejo se anima en el horizonte y el calor que brota desde la tierra se hace visible sobre el espejo acuoso que nos invita. No me atevo, no puedo ni pensar en quitarme la ropa. Cuántos grados habrán? Diez bajo cero? ocho? no quiero pensar en eso. Solo Ana, Pierre y Gaspar se atreven. El resto los observamos divertidos, admirados de tanta valentía, extasiados con la belleza que comienza a hacerse visible con las primeras luces. Sacamos fotos, muchas. Con Manuel, el español, nos reimos de los chapoteos de nuestros compañeros que nos gritan: entren! el agua está deliciosa! Pero seguimos gozando de ser observadores. Disfruten amigos, sientan el agua que no sentimos sobre nuestros cuerpos desde hace tres días, rían, sumérjanse en la tibieza, aquí nos encargamos de las fotos, de la contemplación. Y tras nosotros van llegando otros viajeros, algunos valientes, muchos observadores como nosotros, envueltos en mantas, chullos, guantes, y todo lo que encontremos para atenuar el frio.
Y ya es una multitud que está de fiesta. Las siluetas se recortan en el horizonte, oscuras, delante del haz del fuego que sale como despedido detrás de las montañas, casi como una anunciación, provocando la algarabía colectiva.

Esta es una mañana perfecta, le digo a Manuel, y sonreímos sin más palabras.

Entramos al refugio donde nos espera el desayuno. Comemos como reyes, caléntandonos por dentro, alimentando también el corazón, brindando con té y café por lo que vendrá y por lo que dejamos atrás, sin duda alguna, la mejor parte de mi viaje hasta el momento.

Más tarde partimos hacia la Laguna Verde, atravesando el surrealista Desierto de Dalí, colmado de imágenes oníricas sobre las dunas y vicuñas solitarias. Paramos para tomarnos la última foto, todos juntos, en un último abrazo, inolvidable.
Al llegar a la Laguna Verde, el volcán Licancabur nos espera, recordándome que ya estaba en la frontera con Chile. Allí dejamos a Manuel, cuya misión era escalar sus casi seis mil metros de altura. Nos despedimos de él emocionados, con la promesa de volver a vernos, de escribirnos, de mantener el contacto, con el "buena suerte, buen viaje" como palabras finales. Y fue inevitable sentir que nos desarmábamos, tan rápidamente como nos habíamos encontrado, y en un suspiro lo dejamos atrás, en un refugio donde encontraría quien lo guiara hasta la cima.

Pocos minutos después era mi turno. Al llegar al paso fronterizo con Chile, la familia boliviana y mis compañeros me dejan a la espera del bus que me llevaría a San Pedro, luego de los abrazos y besos, y nuevas promesas de reencuentro y deseos de buen viaje. Danitza, me miraba con sus ojos negros muy abiertos y su carita redonda presintiendo la despedida. Le dejo mis pompones peruanos de la buena suerte, aquellos que la hicieron callar de su primer y único llanto en la mañana que nos conocimos, como recuerdo de mi paso por su tierra. Ella lo recibe con la sonrisa más luminosa que guardo de todo mi viaje. Y es también un regalo para mi.
Allá se van, se alejan, en un largo viaje de regreso a Uyuni. Jamás los olvidaré, compañeros! Buena ruta!

Y a solas, luego de hacer los trámites aduaneros que no me insumen más de cinco minutos, me siento a esperar. Un hombre boliviano se me acerca y me pregunta de donde vengo y hacia donde voy. Por él me entero que a esta hora de la mañana ya tenemos cinco grados bajo cero y que en San Pedro , deberé deshacerme de la mayoría de mi ropa. Ya casi puedo sentir el calor atacameño, lo imagino, como un baño de sol necesario para mi piel enrojecida por el frío.
Llega el bus y subo sin demora. No quiero mirar atrás, no quiero sentir pena por dejar esta tierra maravillosa, sé que volveré, sé que quiero conocerla más profundamente, llegar a Oruro, a La Paz, conocer más a su gente, aquella que me resultó tan esquiva en Villazón, ésta que fue mi familia en Potosí, toda la que sea posible y necesaria.

Ya es hora de atravesar la línea nuevamente, llegar a otro país. Que me espera? Sé que me espera una amiga en San Pedro, y no sé nada más. Le abro la puerta de mi asombro a Chile, y con todo el corazón y mis ansias, le pido que me sorprenda.

Tres días en el Altiplano

Todo quedó atrás a una velocidad feroz. Y transcurrió el tiempo del asombro, de la alegría, del goce más profundo.

Aún me veo cruzando la frontera con todos mis miedos a cuesta, con mi endeble humanidad de aquellos días, extraños, interminables, melancólicos días en los que tantas veces miré hacia atrás queriendo volver, a ojos cerrados, a corazón cerrado, desconocida.

Atrás quedó el largo viaje en un tren lento, vaporoso, colmado de lenguas que hablaban otro idioma, de miradas extrañas e indiferentes, de paisajes sublimes, de sueño entre música y risas ajenas. Y quedó también aquella noche en un hotel a solas, en Uyuni. Si, solita yo en un gran hotel donde nadie más se alojaba y al que llegue cerca de medianoche, hambrienta y cansada. Pero no importaba ni el hambre, ni la soledad, ni el baño que no pude darme porque el agua era helada. Caí rendida en mi cama ancha como si nada más importara esa noche, solo dormir, silenciar las voces del tren, el bullicio de la terminal, el interminable ajetreo de los israelíes que hicieron también interminable el viaje. Dormí y dormí sin medida, sin apuro, sin frio, sin ruidos, dormí con toda el alma acurrucada entre los huesos. Y desperté.

Era fría la mañana, blanquecina, radiante. Salgo apurada hacia la esquina donde debo encontrar a Eugenia, la encargada de la agencia, portadora de instrucciones, mi contacto en Uyuni.
Morocha, bajita, sonriente, bien dispuesta, me asigna a mi grupo, acción que a esta altura de mi viaje se me hace como una "adopción", como tener una familia improvisada, volver al contacto humano, al afecto, al hogar.

Fue muy fácil la unión, el encastre de las piezas humanas tan dispares: Bélgica, Holanda, Francia, España, Bolivia y Uruguay rodando durante tres días en una 4x4 a prueba de todo terreno y condiciones climáticas, cada vez más sucia y cubierta de polvo, cada vez más casa y más hogar.

Al pie del volcán Tunupa completamos el grupo y salimos a la búsqueda del salar de Uyuni, reconociendo ya nuestros acentos, nuestros rostros, nuestras señales personales. Manejaba Ilario, un joven boliviano de voz suave y pausada, junto a su esposa Seneida (nuestra cocinera) y su hijita Danitza, de tan solo dos años. La niña que será mujer, pensaba yo, y será esposa, y cocinera y saldrá a recorrer las rutas del desierto junto a los turistas una y otra vez, repitiendo historias y lugares. Es que uno mira alrededor y se encuentra con la nada. Kilómetros y kilómetros de tierra solitaria, despoblada, tapices de paja brava y yaretas, lagunas verdes, coloradas y azules, salares, volcanes, desiertos, llamas, vicuñas, flamencos, y más desierto, más de la nada, nada, nada. Una nada que se hace todo cuando el corazón se encoge y los ojos tiemblan de asombro. Caminos polvorientos que hacen al hombre polvoriento, seco y curtido como un cuero al sol perpetuo, aislado en la inmensidad del altiplano, viviendo por y para el turista, una pequeña sombra en medio del paisaje más sublime.

Desde la cima de la Isla del Pescado soy testigo de la blanca visión del mar de sal más grande del mundo, aquella que no tiene límite, que se confunde con el cielo, cegadora imagen para mi retina. Respiro profundo. El rápido ascenso me ha dejado sin aliento, lo que veo me enmudece. Quisiera sentarme aquí durante un largo rato, asumirlo, absorberlo todo. Y sin embargo debo bajar casi tan rápido como he subido. Detesto los tours! Pero no hay otra forma de hacerlo aquí, imposible intentar orientarse a solas en esta blanca inmensidad sin puntos de referencia.

Avanzamos por la ruta blanca hasta salir de ella, casi sin querer estamos afuera, en puerto Chubica, en un pequeño hostal de sal. Un refugio salado y blanco, rústico, básico, con energía eléctrica durante solo tres horas, y bastante más cómodo de lo esperado. Esta noche es una fiesta, hay vino, hay comida caliente, hay amigos, hay millones de estrellas en el cielo nocturno, hay calor de hogar y alegría. Dormimos agradecidos...y felices.

Al amanecer todo renace. Nos movemos con el sol, calentamos nuestras manos con los primeros rayos, abrigados hasta la médula, tiritando hasta que llega el desayuno y tomamos coraje para volver a salir a la ruta. Nos vamos, saltando entre las huellas del camino que por momentos deja de serlo para convertirse en un puñado de piedras filosas y amenazantes para nuestras llantas.
Divisamos el volcán Ollagüe, pasamos por lagunas surrealistas, cruzamos el desierto de Siloli donde crecen árboles de piedra y extrañas formaciones rocosas y nuestra camioneta se abre paso durante horas entre escenas de un cuento mágico.
Seneida nos prepara un delicioso almuerzo al pie de la laguna Hedionda, a 4500 msnm. Sopa, carne de llama y quínoa son los manjares que nos reconfortan bajo una sombrilla de paja. El sol es intenso, pero hace frío y sus rayos casi no se perciben, pero sin duda alguna queman y mucho.
Al caer la tarde ingresamos a la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa, solo para dormir en un refugio frente a la Laguna Colorada.
El refugio es mucho más básico que el anterior, y esta vez debemos compartir una habitación los seis, en condiciones mucho más precarias e incómodas, pero no nos importa, estamos sucios, desalineados, sin bañarnos desde hace un par de noches y no nos importa, disfrutamos hasta de nuestras imágenes de linyeras alegres, no necesitamos nada más que un plato de comida y una cama donde dormir. Es nuestra última noche juntos y es preciso festejar.
Ilario, tal como nos prometió, nos trae para la cena una botella de vino tinto de Tarija que nos calienta el cuerpo y el alma. La cena es deliciosa, todo es perfecto. Entonces me detengo a pensar en la felicidad, esa palabra enorme y utópica, ese estado siempre inalcanzable. No hace falta mucho, concluyo. Hay momentos en los que uno quisiera estacionarse y prenderlos en la memoria con un broche para no olvidar jamás que la felicidad es esto: un solo momento, un estado fugaz de alegría, un espacio donde no hace falta nada más que un buen vino, un plato de sopa, compañeros con quienes compartirlo, una caminata bajo la luna, las risas que resuenan en una pequeña casa, a miles de kilómetros de la mia, tan cerca del cielo que las estrellas parecen alcanzables.

Una estrella tan fugáz como la felicidad cruza ante mis ojos. Y pido mi deseo, imposible, improbable, ingenuo, pero esta noche puedo animarme a soñar. Esta noche sí me animo.

Desde La Quiaca a Villazón

Pasé mi última noche en La Quiaca, dando vueltas en mi cama. Ansiosa, muy ansiosa por cruzar la línea, por ir hacia Bolivia y que todo vuelva a ser nuevo para mis ojos.
A modo de despedida, esa noche me agasajé con una rica comida y una cerveza en mi habitación de un hostal que parecía fuera de contexto, un paraíso de comodidad y limpieza, y con tv cable! Me sentí un poco como en casa por unas horas, en un colchón confortable y viendo mis series favoritas. Era tan necesaria esa noche de cotidianeidad, de hábitos familiares, de auto-mimarme, de largas duchas de agua bien caliente!. Desperté renovada, a pesar de haber dormido entre saltos y sueños que de a ratos se confundían con la vigilia.

Temprano me dirijo hacia la frontera con Bolivia, ilusión in pectore, enérgica, caminando rápidamente a pesar del peso que cargo sobre mi espalda. Quiero llegar, cruzar, ver que hay del otro lado, la misteriosa Bolivia, la dolorosa Bolivia, con todos sus colores y olores, con todo lo que tenga para mostrarme.

Llego al puente que divide La Quiaca de Villazón y la guardia militar me recibe con su gesto duro.
Adónde va señorita? Por allá señorita! siga, no se detenga. Esta bien, sigo. Pero no me grite que no hice nada.

Nadie me informa nada, solo sigo por donde me señala el hombrecito verde y enojado. Paso, nadie me detiene, nadie dice nada de nada. Llego a migraciones y hago la fila. Veo que hay gente que pasa sin hacer fila, comienzo a dudar, entonces pregunto. Un nuevo hombrecito verde me pregunta por segunda vez: adónde va señorita? A Bolivia.
Salga de ahi entonces! váyase directo a aquella ventana.
Ok. Pero no me grite.

Ya en la ventana me preguntan porque no tengo el sello de salida de Argentina.
Pero como? no se supone que estoy saliendo ahora?
No, señorita! tiene que hacerlo sellar allá (y señala una oficina a unas dos cuadras de donde estaba ahora parada)
Bueno, pues...nadie me dijo nada (y para mis adentros comencé a tararear una canción de Jaime Ross).
Me miró larga y seriamente y entonces comprendí que no obtendría más respuesta por parte de el. Eso era todo.
Regresé sobre mis pasos, mochila en la espalda, nada divertida, refunfuñando y tratando de conservar mis buenos modos. Sello el pasaporte de salida, vuelvo a la ventanilla, completo formularios y nuevo sellito que dice: entrada a Bolivia. Muy amable señor, que tenga buen día.
Sin respuesta ni miradas, me voy.

Al fin! todo fue muy rápido luego del ameno intercambio con los hombrecitos verdes. Ni siquiera han registrado mi equipaje.
Me alejé preguntandome si sabrían sonreir. Quién sabe.

Entro a Villazón, ese mundo multicolor, gran mercado de ofertas, ciudad fronteriza como todas, densa, en constante movimiento, ruidosa, llena de olores a maíz, coca, especias, frutas, pieles, orines, humanidad en plena actividad comercial.
Me regocijo con tanto espectáculo. La gente no para, los vendedores no acechan, te dejan caminar, los lugareños te miran con timidez, ven tu cámara y se esconden, no quieren ser fotografiados, más de uno me dice: señorita, aquí fotos no!. Otra señora me grita desde la otra esquina: debes pagar por tus fotos!
Oh, si...claro.

Sigo, me olvido de las fotos. Me voy a buscar la agencia que tiene mis pasajes en tren para Uyuni y la encuentro cerrada. Trato de conservar la calma, me siento a esperar en la vereda con una mezcla de preocupación y desconcierto. El dueño me ha dicho el día anterior que abría a las 7 am y ya eran las 9.30 h. Espero una media hora hasta que un rostro amable, gracias Dios!, super amable, me sonría y me dice: Patricia?
Mi encuentro con Alfredo fue un alivio. Al fin estaba sentada frente a su escritorio, coordinando los detalles del tour a Uyuni, charlando sobre aquí y allá, escuchándolo con tristeza hablarme sobre la gran decepción de Evo Morales, cómo el pueblo está viviendo casi un duelo porque sienten que han muerto sus esperanzas, etc etc.
Salgo de la agencia con una cierta desilusión por sentir que Bolivia sigue sufriendo, que ésta era "la" oportunidad, y parece que no lo "será", pienso en los gobiernos que pueden y no hacen, en las ideologías que han muerto en la sociedad pero no en el corazón de algunos hombres que aún viven en el resentimiento, en la división de los pueblos, separando lo bueno de lo malo, desintegrando, creando slogans de "Patria o muerte".
Siempre es Patria, dice Alfredo, con sus ojos visiblemente conmovidos. Nunca puede ser muerte, ya no debería ser más muerte. Me voy con una parte de la historia, su historia.

Camino largas horas en Villazón, gozando de todo lo que veo, entregada por completo a la multitud, no siento peligro, no siento miradas intimidantes, ni presión de ningún tipo.
Me cuesta comprender como la gente se asusta cuando pregunto algo. Algunos ni siquiera responden. Sentirán que lo invadimos? Claramente, no les agradan las preguntas. Ni las fotos.

Entonces trato de no preguntar ni fotografiar. Me limito a mirar, a ver, a llevarme adentro esta mañana única, irrepetible, calurosa y colorida, mientras las horas van muriendo a la espera de un tren a Uyuni.

Yavi

Me alejé, me fui lo más lejos posible del ruido, me fuí a la nada, al más allá de todo, a un pueblo ermitaño que transcurre de sol a sol en cámara lenta, lentísima.

Llegué a Yavi cuando el sol se alzaba como una corona de fuego sobre el pueblo, sobre mí y los pocos habitantes que a esa hora se animaban.



































Cargada, llena de tierra y curiosidad busqué hospedaje en una vieja casa de adobe y techo de barro y paja, como todas las casitas del pueblo, este pueblo amarillo y terracota, de arbolitos secos de sombras diminutas, antiguo pueblo de marqueses y también de batallas heroicas. Porque aqui no siempre fue la paz que ahora se respira y en sus calles de tierra sangra también la historia.


Hago lo único que se puede hacer aqui. Camino. Me pierdo, me voy a la Iglesia de más de 300 años que duerme en un oasis verde dentro de la puna, una zona increiblemente verde y fresca, tan distinta al resto del pueblo. Entro y me siento por un rato. La iglesia es oscura, sencilla, algo desmejorada y aquí descubro el silencio más absoluto, el mas callado, el que duele, el que me deja a solas con mis pensamientos, quizás algunos de los que vengo huyendo. No se que tiene este lugar, cual es su secreto, pero allí sentada, con mis emociones a flor de piel, siento como todo se va moviendo dentro de mí. Pasan de a uno todos los días desde que llegué a Salta, pasa mi casa, pasa la familia, pasa el amor, pasan los amigos, pasa mi vida entera en este momento en el que estoy sola frente a un altar dorado, en un pueblito de apenas 500 habitantes (y la mitad de ellos, hombres jóvenes, se han ido a trabajar afuera).
Los santos y ángeles me miran, me escuchan sollozar, hasta parece que comprendieran. Que bueno! porque ni yo logro comprender que me pasa, porque este pueblo me hace sentir tan vulnerable, tan lejana, tan indefensa.
 






Será que tuve que recorrer sus calles una y otra vez buscando algo para comer y todas las puertas estaban cerradas. Habían algunas que parecían abandonadas para siempre. Puertas roídas por el tiempo y candados enormes en ellas. Sí, deben estar abandonadas, porque nadie cierra sus puertas en Yavi. La gente confía y no hay miedo.

Será que estaba sola en el hostel con un encargado con mirada turbia y yo sin llave en mi habitación. Yo sí sentía miedo. Yo venía de afuera y temía a los de adentro. Tonta de mí.

Será que nada de esto tendría importancia si alguien me acompañara, si pudiera mirar a mi costado y decir: cuánta belleza, cuánta magia en este lugar, tan solo y sin embargo, tan alegre, tan a salvo de todo. Mira como saluda la gente, te dan los buenos días y las buenas tardes con una sonrisa cuando te cruzan en la calle; no hay semáforos, no hay shoppings ni tiendas que vendan ropa ni electrodomésticos ni cosméticos, no hay cines ni teatros, hay una señora que tiene una almacén desde hace 30 años y abre de 7 a 23 hrs, y eso es todo. Hay un registro civil tan chiquito como el número de matrimonios que han de celebrarse aquí. Hay mucha belleza de la simple, de la auténtica, sana y desenfadada.

Entonces salgo de la Iglesia y camino, respiro el aire fresco, observo unos raros pájaros amarillos, los escucho cantar y aletear desde las copas de los árboles, me siento frente a la ex casa del Marqués (sí un Marqués en Yavi, hace ya cientos de años aquí se instaló el único marquesado de sudamérica) y dejo transcurrir el tiempo, leo un rato, me pierdo en las historias de amor de La Maga y Oliveira, mientras un par de perros me miran con simpatía y se echan a mis pies. Conversamos un rato, los acaricio, y sigo mi camino, me voy a tomar unas fotos. Pero ellos ya me eligieron. Quizás me vieron demasiado sola, o simplemente les gustaron las caricias (también a mi me gustaron), y me siguen, me siguen toda la tarde con sus agitadas colas y a la noche escoltan mi puerta en el hostal. Fieles a una palabra de afecto, a una caricia. Ni siquiera tenía comida para compartir con ellos. Pero más tarde me dí cuenta que no importaba. Ellos daban lo que habían recibido: compañía, afecto. Y entonces yo también los elegí como compañeros y los cuidé de las peleas callejeras, y del sol sin clemencia, compartí con ellos mi agua, nos tomamos fotos juntos y terminé riendome de mí misma mientras un anciano con un enorme sombrero de ala ancha nos miraba ensayar el automático de mi cámara y divertido, también reía.

La noche fue la más tranquila que recuerdo haber vivido, tan silenciosa, tan estrellada, y tan fría en las calles. El hostel resultó ser una delicia de lugar, cálido, con buena música, repleto de historias, leyendas y recuerdos colgando en las paredes, invitando a la lectura contínua.
Afortunadamente, esa noche llegaron tres viajeros más con los que compartí habitación. También compartimos una botella de vino de cafayate a la hora de comer unos ricos ravioles que nos preparó el dueño del hostel para la cena (que ya lucía menos intimidante, por cierto), y que devoré en pocos minutos.

Luego del brindis, la calma, el sueño, el gato blanco que se echa a mis pies en la cama, dormir las horas que el cuerpo quiera, sin relojes despertadores, sin apuros y sin fantasmas.

Parto en la misma atmósfera de silencio en la que llegué. Le dejo una nota al dueño del hostel que aún dormía junto al pago de mi cena. Me despido de mis perros que también dormían en la puerta del hostel y que al verme, saltaron contentos dejando mi pantalón oscuro lleno de patas amarillas, amarillas como Yavi, amarillas como sus casas y sus calles y sus árboles, amarillas como la luz que me llevo al dejarla.

La lluvia que me detuvo


Iruya...Iruya..

Quedó tan atrás y tan arriba como mis sueños. Aún sigo aquí, en Humahuaca, detenida, congelada, sin saber exactamente qué hacer. La tormenta que anoche cayó con toda su fuerza sobre la quebrada, dejó a Iruya aislada. Y me pregunto porqué justamente anoche? Han sido días secos, a sol rajante, de cielos azules, y anoche tenía que llover. Dí vueltas en mi cama durante la noche, escuchando los truenos y el agua golpear contra el techo como avisándome.
No madrugues, no hace falta, no puedes irte adónde quieres, renuncia.

Luego la confirmación del vendedor de la terminal: no llegan los buses hasta Iruya, sino hasta 3 kms. antes, hay que cruzar un río a pie, mojarse, caminar a casi 4000 m de altura con la mochila en la espalda. No era algo viable para mí. No me atreví. Menos aún cuando el amable señor asomado en la ventanilla me dice: quien sabe cuando se pueda retomar la ruta normalmente. Eso significaba tener que hacer la misma travesía para volver, siempre y cuando no lloviera más aún y los buses directamente decidan no viajar.

Me quedé estaqueada en esa terminal llena de gente, sin saber hacia donde correr, desnorteada, decepcionada, y triste. Tanto soñar con llegar a Iruya y San Isidro, para que una lluvia me desarme en pocos minutos. Como se desarma también la vida.

Me fui a la posada, hice cuentas, repasé la ruta, decidí irme de mi privilegiada habitación privada, que despues de todo no era tan "privilegiada" para lo que estaba pagando, tomé el desayuno y me fui al hostel que queda justo enfrente a la posada, pero cuesta la mitad. Debo compartir otra vez, pero ya no me importa, el lugar es limpio, luminoso, tranquilo, me gusta. No es el caos de Tilcara, y afortunadamente, estoy sola en una habitación para cuatro. Pero hoy quisiera tener a alguien a mi lado, poder decirle: estoy triste, me siento cansada, no se que hago aquí. Me molesta ese sentimiento de desazón, que me ha paralizado en lugar de impulsarme hacia otro sitio.

Decido que mañana me voy a La Quiaca. Me han hablado de un pueblo por allí cerca que se llama Yavi, uno de esos pueblitos diminutos, dormidos, estáticos como ahora me siento. Allá me iré ni bien llegue a la ciudad fronteriza.

Humahuaca en Domingo de Pascua me sorprende con su ritmo lento, tranquila, apaciguada. Es diferente a lo que era ayer, no hay tantos turistas, no hay casi vendedores en la plaza, algunos comercios están cerrados, y alegre y ya más tranquila, la camino. Sus calles de piedra, sus callejones angostos, sus rebeldes graffities, sus perros aburridos, su espíritu lleno de tradición e historia van llenando la mañana, la tarde, mi día. Paradogicamente, un día de sol pleno, desafiante. Lo siento pegarme en la cara desde mi refugio en la plaza donde me siento solo a observar y me sigo preguntando: porqué llovió así anoche? porqué? Pero no es algo que pueda cambiar ya, así debió ser y es.

Estoy acá, en Humahuaca, esperando a que el santo que sale del campanario de la municipalidad cada mediodía me salude con su mano rígida, comiendo guisos de quinoa y humitas, durmiendo siestas, leyendo a Cortázar, charlando con dos malabaristas uruguayos con ojos llenos de cocaína y pesadumbre, de esa que se acarrea con los años de dormir en la calle y comer la misma sopa todos los días. Uno de ellos me pregunta por Pepe Mujica, por el paisito, quiere saber, quiere escuchar un "tá", quiere noticias de su tierra, aquella que dejó hace cuatro años. Le cuento, hablamos de los barrios, de nuestra gente, de nuestra comida, de las bondades y miserias de viajar solo y comienzo a sentir una nostalgia tan grande que me despido abruptamente. Me voy hacia las mismas calles una y otra vez, girando sobre todo lo visto y sobre mí misma, repitiéndome y repitiendo: cuando salga el sol me habré ido, cada vez más lejos de casa, cada vez más cerca de pegar la vuelta.

Quebrada de Humahuaca

Son las seis de la tarde y es casi una hazaña poder concentrarse en este diminuto ciber, colmado de niños que juegan y gritan y corretean sin parar. El único ciber abierto del pueblo, este pueblo al que llego cansada, agobiada, cubierta de polvo y sensaciones encontradas. Humahuaca sin embargo me recibe casi solitaria, tranquila, aún despertando y siento otra vez esa vibración de llegar a un lugar soñado, que no defrauda. El sol pegaba fuerte, contra las casas de adobe, contra los primeros barrenderos, en las escalinatas que llevan a ese gigante monumento de los Heroes de la Independencia, contra mi cara, contra todo y todos. El sol se siente en este lugar de la quebrada ubicado a casi 3000 msnm. Tanto como el frío que a esta hora de la tarde empiezo a sentir.

LLego con ansias de un café caliente y unos bizcochos, llego con la firme decision de encontrar una habitación solo para mi, sin viajeros que van y vienen, sin montañas de ropa acumulada, sin esperas para el baño, sin miradas permanentes, sin ronquidos ajenos, sin nada más que yo, yo y yo. Me necesito, necesito parar esta vez, quiero dialogar un rato con el silencio, mirar hacia atrás y decidir hacia adónde ahora.

Desde aquella mañana en la que dejé Salta y me perdí en la preciosa y colorada Quebrada de Humahuaca, los pueblos mínimos fueron pasando como historias contadas en diferentes películas, muy diferentes, muy distantes unas de otras.

Llegar a Purmamarca es como caer en un cuento mágico. Es algo inverosímil, un rincón encantado, un lugar para echar raíces, para no partir, para no olvidar si se decide hacerlo.
Increiblemente la mayoría de los viajeros llegan por el día y se van, no duermen en Purma.
Pareciera que el tamaño del pueblo es clave para tomar decisiones, si es pequeño partimos rápidamente, si es grande, nos quedamos. Que hay para hacer aquí? Nada.
Entonces decido quedarme. Hacer "nada" es lo que quiero. No hace falta museos, cines, grandes restaurantes ni mercados. Solo hay que mirar. Perder la vista en el Cerro de Siete Colores, una y otra vez, sentarse en la plaza a dejar pasar el tiempo, tomar unos mates acariciando perros, leer un libro, divertirse con los artesanos y malabaristas que ensayan sus números en el centro de la plaza, y revolver alguna artesanía de los tantos puestos que rodean la placita. Luego seguir hasta la Iglesia, pequeñita, blanca, con sus arcos y muros y de adobe, rodearla, seguir hasta el antiguo algarrobo, un viejito arrugado que ha sido testigo de la vida de este pueblo, pero calla, se la reserva, deja que otros la cuenten. Solo abre sus brazos y alivia a los peatones ávidos de sombra.
Tampoco aquí el sol da tregua. Me protejo con mi sombrero de ala ancha que compré en Cafayate y camino una y otra vez las polvorientas callecitas de Purmamarca, la única, la inolvidable. Me atrevo con el camino de los colorados, un sendero bordeado de montañas rojas y verde agua, de diversas formas que dieron el viento y el agua. Porque antes aquí, era el agua. Y ahora es tierra, polvo, montañas coloradas, paisajes inverosímiles, que roban el aliento.

La noche es la más hermosa de todas, bajo un manto de estrellas incontables, casi sin gente en las calles, algunas peñas abiertas dejan escapar sonidos de sikuris. Me premio por la decisión tomada de quedarme con una cazuela de llama y un vinito y me voy a dormir con la alegría en el corazón, con la certeza absoluta de haber encontrado la razón de mi viaje, ese lugar que hace valer la pena todo lo demás. Todo lo que pasó parece poco, todo lo que viene es incertidumbre.
Me duele dejarla, quisiera quedarme muchos, muchos días más. Pero tomo la decisión equivocada esta vez: luego de una breve pasada por las Salinas Grandes, me voy.

Llego a Tilcara y no salgo de mi asombro. Las calles colmadas de autos, bocinas, gente, mucha, demasiada gente, la cumbia suena en todas partes a un volumen poco amistoso. Quiero tomar fotos pero no puedo, los autos no dejan de atravesarse, la gente no deja de pasar, todo me resulta caótico, hasta el hostel donde me hospedo, luego de intentar en varios otros lugares. No hay cupos es la respuesta. Es Semana Santa, y Semana Santa en Tilcara, lo que no es algo que pueda pasar desapercibido. Aqui se se vive esta semana con mucha intensidad, cada día un festejo, una procesión, una misa.
Nada contenta con el nuevo hallazgo me voy al Pucará. No tengo resto para ir hasta la Gargante del Diablo, la que me recomiendan pero desdeño por cansancio.
Camino media hora y llego, entro al sitio en donde vivieron los tilcaras y se defendieron de los ataques del conquistador, pueblos que luego emigraron, algunos se asentaron en lo que ahora es Tilcara y otros quien sabe adónde, huyendo del arma enemiga.

Al día siguiente me voy a Maimará, un pequeño poblado cerca de Tilcara, un pueblo lindo, que mira a una montaña multicolor que ellos llaman Paleta de Pintor.
Tengo suerte, encuentro un procesión que llega al mediodía a la iglesia y varias bandas de sikuris la reciben. Los sikuris me encantan, me dan alegría. Son bandas integradas por adultos y algunos niños que interpretan música generalmente religiosa, con sikus, bombos, redobles, platillos, y una maraca que indica cuando empieza o termina una interpretación. La música me invade, me hace querer bailar. Solo sonrío y observo. Me dejo llevar por la música y allí pasan los minutos alegres, y frescos.

En la noche las bandas de sikuris llegan a Tilcara, en gran cantidad, hasta altas horas de la noche. Las ermitas iluminadas en las esquinas son una muestra del arte tilcareño volcado a la religiosidad. Un pueblo de fé, de muchísma fé religiosa que se percibe en el aire de esta Semana Santa diferente para mí, que me atrae con su música alegre. No es la tristeza que invade las calles montevideanas, es la alegría de la gente que celebra, que baila, que ofrenda.

Con las bandas pasando una y otra vez por la ventana de mi habitación me voy a dormir y caigo en un sueño profundo, donde aún resuenan las campanas de la iglesia, los sikuris, y el bullicio callejero.

Salto de la cama a las seis de la mañana. Tengo que salir de aquí, de este ruido perpetuo, de este caótico pueblo que me pisa los talones. Me voy a Humahuaca en un destartalado bus local y llego aquí tan temprano que hasta los perros duermen. Me instalo en "mi" habitación privada, donde tendré tiempo de poner algunas cosas en orden: ropa, sensaciones, deseos, destinos.
Camino un rato y al mediodía, este pueblo que me gusta mucho más que Tilcara se empieza a llenar de gente: vendedores, turistas, viajeros, autos. Otra vez la misma historia? No, ya no quiero multitudes, necesito encontrar otra vez el corazón perdido en Purmamarca. Entonces vuelvo a decidir. Mañana me voy a Iruya, me voy a la montaña, quiero estar arriba, bien arriba de las ruidosas urbes, tan cerca como pueda de la luna, tan cerca como pueda de mí misma, otra vez.