Viajes

San Pedro de Atacama

El bus se interna en otro paisaje. Todo se hace suave, llano, y despejado. Puedo ver más allá de todo, las montañas son lejanas, la ruta perfecta y lisa.

El calor se empieza a sentir y yo hecha una cebolla de ropa y lanas, sofocándome. Me deshago del chullo, de la campera y también de la nostalgia que comienzo a sentir por los amigos que atrás quedaron y esa tierra milagrosa que transformó mi ánimo y renovó el impulso de seguir viajando. Pero no quiero sentir pena y no me lo permito esta vez. De todas formas, la alegría esta aquí, sentada a mi lado en un bus a San Pedro.

Absorta en el paisaje soleado, vuelvo a las sensaciones del mundo civilizado cuando mi celular me avisa que tengo línea. Caen los mensajes de los tres días de ausencia por el altiplano sin una sola señal, desconectada de todo menos de mí misma. Y esa sensación ya empezaba a gustarme.
Ahora puedo llamar a casa, pero espero. No quiero romper el idilio que me une a lo de afuera.
A mi izquierda puedo ver una blanca extensión de sal. Una chica puertorriqueña, sentada a mi lado, en la otra fila, luego de consultar su guía de viaje concluye en voz alta: es el salar de Atacama!, como si adivinara las preguntas que todos nos hacíamos. Le devuelvo la sonrisa y conversamos un poco mientras llegan los formularios de migraciones para llenar, compartimos lapiceras e historias de nuestras rutas hasta llegar a destino.

Un puñado de casas humildes nos abre paso y comienzo a dudar si hemos o no llegado. Es esto San Pedro?-me pregunto, temiendo que mis expectativas se hubieran sobredimensionado. Mientras el bus avanza no veo nada que me resulte particularmente atractivo pero tengo la certeza de haber elegido bien, había escuchado hablar mucho y bien de este lugar acunado en el desierto más árido del mundo. Sé que más allá encontraré aquello con lo que tantas veces he fantaseado, un pueblo donde dejar el corazón, como Purmamarca, como Yanque, como San Cristobal de las Casas. Otro santo para adorar, pienso. No tengo dudas de que así sería.

Y así fué.

Hago los trámites en la oficina de Migraciones bajo un sol rabioso que me cocina lentamente, bajo la mirada desconfiada e intimidante de los funcionarios aduaneros (mucho más estrictos que los bolivianos y argentinos, igual de antipáticos), seguimos en el bus unas cuadras más hasta que el conductor anuncia que hasta acá llegamos. Bajamos todos en una esquina de la calle Caracoles y comienzo a caminar por la misma buscando la dirección anotada de la posada Likana, lugar de encuentro con mi amiga Ma. Eugenia. Ella viene desde Antofagasta, donde vive con su familia. Ella viene a encontrarme, a compartir dos días conmigo, deja su casa, su familia, su trabajo, solo para recibirme y siento tantas ganas de abrazarla!. Pense muchas veces en este encuentro durante el viaje, y siempre aparecía la misma sensación: llegar a casa, una casa que no tenía techo ni paredes ni muebles ni dirección conocida, esa casa que es el afecto y el abrazo de alguien querido.

Camino varias calles y el calor me agobia, pero trato de ignorarlo, me siento poderosa, frenética, tan entusiasmada como una niña con un juguete nuevo muy deseado.
Me encanta todo lo que veo, un pueblo de calles de tierra, casas de adobe, antiguo, casi primitivo de no ser por los cientos de turistas que deambulan por todas partes. Pero no me molestan esta vez, son parte de la magia, del escenario, son viajeros que llegan desde lejos y hablan diferentes lenguas, pero con un estilo muy bohemio, relajados, hasta parecen que ya viven aquí porque caminan sin prisa y salen a la calle en atuendos que parecen pijamas, despeinados, despreocupados.

Percibo las miradas de los lugareños, pero esta vez no son tímidas ni esquivas como en Villazón, ni siquiera indiferentes como en algunos pueblos del norte argentino. Seducen, hablan, sonríen...y ellos también hablan: hola rubia!, cómo estás mamita, de dónde vienes? bienvenida!

Sí, definitivamente me gusta este lugar!

Sigo caminando con todo mi equipaje encima, pero ya casi no me pesa, se me ha hecho cada vez mas liviano (o mi espalda mas fuerte?), mi mochila es como una especie de joroba que va y viene del suelo con una ágilidad que me es ajena. A pesar de mi aspecto y presentir que la falta de un buen baño me delata, retribuyo los piropos con mi mejor sonrisa.
This is heaven! Y San Pedro me está abriendo las puertas!

Mis aleluyas terminan cuando encuentro la posada cerrada y nadie responde. Pero tengo suerte y unos huéspedes que vienen llegando me abren las puertas. Adentro no hay nadie, toco puertas, llamo. Nada. Entonces me alojo en una mesa del jardín y ahí mismo comienzo a quitarme la ropa pesada, los calentadores, el chaleco, la medias, no puedo más con este calor! Necesito una ducha!
Y entonces siento que alguien golpea el portón de madera que da a la calle. Al principio lo ignoro, preocupada solo de mi equipaje que comenzaba a desmontar allí mismo, en el jardín, pero luego reacciono: es Ma. Eugenia!. Corro a abrirle la puerta, nos abrazamos divertidas, porque se supone que sería ella quién me esperaría y mi viaje resultó ser más ágil de lo que imaginábamos.

Desde el momento del reencuentro (la había visto por última vez hacía un año en una breve visita a Montevideo) nada fue igual para mí. No hubo espacio para la melancolía, ni deseos de volver pronto a casa, ni un solo momento en el que me sintiera ajena al resto del mundo que me rodeaba. Esta amiga que tiempo atrás había conocido de manera virtual abrió todas sus puertas para que yo entrara a su vida cotidiana, a su tierra, a su ser más íntimo también.
Supe en ese instante, qué era lo que había estado buscando en este viaje: unir los lazos que estaban sueltos, los que yo misma había soltado, los lazos hacia el otro, a la mirada del otro, a las manos del otro, supe que no quería estar sola sino encontrarme con la gente, descubrirla, escucharla, quererla. Y aquí se dejaban querer.

Me doy el baño más largo y placentero de mi vida, salimos a almorzar, y al rato nomás ya estamos camino al Pucará de Quitor, antiguo hogar de las tribus atacameñas que no pudieron contra el guerrero espíritu incaico ni las sofisticadas armas españolas. En la cima, Eugenia me cuenta su historia y divisando la cordillera donde el Volcán Licancabur es rey, imagino a los hombres barbados descendiendo por las montañas en su desenfrenado afán de conquista, y a los de aquí, divisando prontamente al enemigo, esperandolos para hacerles frente, con la estratégica ubicación del Pucará como única ventaja.

El aire se hace fresco, comienza a caer el sol y la cordillera se torna violácea, perfecta, hermosísima. Y nosotras, que no paramos de conversar y tomar fotos, y armar apachetas que nos traigan nuevamente, algún día, por estas mismas tierras, comenzamos a descender a paso cansino. Tenemos suerte y una camioneta nos da un aventón hasta el pueblo.

La noche aquí es fría, limpia, estrellada. Pasear por el pueblo a esta hora hace que una no quiera irse a dormir. Los faroles de luces amarillas, los bares a la luz de las velas, la suave música que se escapa de sus viejas puertas de madera, siempre abiertas de par en par, son un deleite.
Quiero quedarme aquí una semana, o dos. Quiero dejar correr el tiempo en este pueblo sin tiempo, este oasis custodiado por un volcán que cambia de color según la hora del día, que divide naturalmente a los chilenos de los bolivianos, que nos mira desde arriba como un guardián.

Duermo en la cama más cómoda desde que salí de casa, tibia, desparramada, como en los brazos de una madre. Y despierto completamente repuesta del viaje de los días previos, viendo como el sol brillaba a más no poder en la ventana. Eugenia ya me lo había dicho: aquí tenemos 365 días de sol, por eso hay tanto turismo, las vacaciones nunca fallan!. Me fascina esa idea, la de un lugar condenado a la perpetuidad de días soleados, con escasísima humedad, con un clima tan propicio para la alegría. Pienso en el otoño uruguayo, esperándome en casa, y siento que quiero robarme todo el sol atacameño. Llevarlo en mi piel como un sello imborrable.

Y salimos a la calle a buscarlo. Llegamos una vez más hasta la blanca Iglesia de adobe, donde volvemos a tomar las mismas fotos de ayer (pero desde otro ángulo, según Eugenia). Entramos al Museo Arqueológico del Padre Le Paige, en dónde Alejandro, esposo de Eugenia, dedicó años en su profesión de antropólogo como Director del Museo. Lo recorremos sin apuro, compramos algunas artesanías en la tienda que destaca por tener excelente material editorial y artesanal, y seguimos, saliendo al sol, pateando las polvorientas calles de San Pedro.
Almorzamos un riquísimo salmón con papas, ensalada verde y pisco sour y a las tres de la tarde partimos hacia la Laguna Cejar en un accidentado tour.
Pues sí, a pocos kilómetros de dejar San Pedro, pinchamos! Y pinchamos en pleno desierto, con rueda de repuesto pero sin gato, o sea, como si no la tuviésemos.
Un pequeño arbusto que no llega a la categoría de árbol nos alivia con su sombra y entonces, increiblemente relajadas y sin preocupación alguna por cuánto tiempo estaríamos allí, si podríamos o no continuar con el tour, ni por la hora, ni el sol, ni el agua, ni absolutamente nada que nos preocupara, nos tiramos a conversar a la sombra con una pareja de chilenos y una suiza que se parecía tanto a mi prima Cecilia que hasta sentía que hablaba con ella.

Llegamos a la Laguna Cejar con más de una hora de retraso, apurados por el guía, sorteando planes. Nuevamente me resisto al agua pero esta vez no por frío sino por precaución. Sol y sal en exceso es demasiado para mi piel y decido cuidarla. Las aguas de la laguna son tan pero tan saladas, que cualquiera podría hacer el milagro de caminar sobre ellas. Y mientras todos flotan divertidos, yo me entretengo una vez más siendo espectadora.

Seguimos a los Ojos del Salar, un par de ojos azules que se abren en pleno salar de atacama, profundos, enigmáticos. En ellos nos miramos, tomamos fotos y seguimos hacia, supuestamente, la laguna Tebinquiche pero la realidad es que solo acampamos en un sector del salar, donde no se divisa tal laguna. Sí hay celebración. En una improvisada mesita nuestro guía nos agasaja con papas fritas, pisco sour y gaseosas. Y mareados, con la piel salada y bostezando regresamos al pueblo cuando ya era noche.

Comienzo a despedirme de San Pedro desde temprano. A las ocho y poco de la mañana del tercer día estoy en pie; Eugenia desde mucho antes, sale a tomar fotos a la entrada del pueblo.
Desayunamos, empacamos, y nos vamos al cementerio. Cosa curiosa los cementerios por aquí!
Colorido a más no poder, repleto de flores de papel y plástico, polvoriento como todo lo demás, el cementerio de San Pedro deja la sensación de haber atravesado un mundo donde no hay lugar para la pena. Allá atrás de las cruces, el Licancabur asoma y asoma la cordillera toda. Y uno ya no puede decir: que lugar tan tenebroso! Aquí hay sol, mucho sol, y las tumbas recitan poemas, historias, nombres inverosímiles, nos hablan al detalle de quienes se han ido. Aquí los muertos están aún vivos, juegan con sus juguetes, usan su ropa, coleccionan fotos y objetos, nos hablan, nos cuentan cómo fueron y quiénes fueron.
Me alejo mientras Eugenia conversa con dos amigos que acaba de encontrar. Me alejo y los escucho, me pierdo entre las piedras que me hablan de sus vidas y me detengo justo ahí, donde la voz es tan temblorosa que hace doler, y dice: "Emilio, gracias por tu tiempo de mi tiempo, y por la frescura de tu existencia. Todo lo transformaste con un sutil respiro, iluminando la huella que un día, seguiré hacia tu eternidad.."
Emilio tenía dos años.

Y así de simple, sin rituales ni promesas, sin tiempo para la despedida, envuelta en la alegría del encuentro con Samuel, un amigo antofagastino que tenemos en común con Eugenia, de pronto me veo rodeada de un paisaje lunar que no puedo, ni podré jamás, describir con acertadas palabras.
Onírico, abrupto, abrazador, silencioso como un santuario, son los adjetivos con los que puedo intentar contar como es el Valle de la Luna, un valle de crestas color ocre, de dunas interminables... No, no puedo describirlo, ya no lo intento. Me quedo con el recuerdo, me llevo la arena en mis zapatos, el sol vertical de las dos de la tarde sobre la piel, los espejismos del horizonte, las risas de los amigos, la añoranza de San Pedro, mientras la ruta se abre exactamente igual y monótona entre el desierto de atacama, durante cuatro largas horas rumbo a Antofagasta.