Viajes

18 días

Hoy faltan exactamente 18 días para iniciar mi viaje a Europa. O al menos a una parte de ella, la que me "llama" desde hace tanto tiempo. 
Hoy faltan sólo 18 días después de haber estado casi dos años planificando seriamente hacer este viaje, ahorrándolo todo, leyendo sobre las costumbres y la comida húngara (que tanto me recuerdan a mi tía María), sobre la majestuosa y cultural Viena, leyendo a Kafka y Kundera e imaginándome caminar por esas calles sombrías y misteriosas de Praga o admirarla desde el monte Petřín mientras me siento un poquito como Teresa en "La Insportable Levedad del Ser" y fantaseo que estoy dentro de un sueño en donde puedo ser ejecutada por unos soldados.

Me he atrevido, incluso, a inscribirme en un curso de alemán (idioma al que ya le he tomado tanto cariño!) tan solo para poder comunicarme con aquellos que en mi familia no hablan inglés. Solo húngaro y alemán. Y quien podría atreverse con el idioma húngaro si tal como reza la leyenda, es aquel que sólo el diablo respeta?

Hoy, a tan sólo 18 días de mi viaje creo que llegaré a casa de mi tía Elli cerca del lago Balatón en Hungría, o a la de mis primos en Austria y sólo seré capaz de pronunciar palabras como "Hallo", "Danke", o "Guten morgen" sin un diccionario en la mano. Ya no tengo tiempo de planificar ni de ensayar diálogos. Me siento como si estuviese en el ojo del huracán. El trabajo es agoviante, los tiempos no son suficientes para nada, corro de aquí para allá entre preparativos, reuniones de trabajo, clases de alemán....y puff!!! Faltan sólo 18 días.

Hace un par de noches el dueño del apartamento que había arrendado en Berlín canceló mi reserva por problemas personales (parece que el apartamento está inundado y los obreros se disponen a arreglar las cañerías durante dos meses!) y no pude casi dormir esa noche pensando en qué iba a suceder con mi dinero ya pagado por ese alojamiento. Afortunadamente, al día siguiente, había recibido un mail de la web que administra estos arrendamientos, www.airbnb.com, anunciándome que habían acreditado mi pago en mi cuenta para poder elegir otro lugar donde hospedarme. Y en mi afán por no dejar el techo librado al azar (cosa que aún no he logrado hacer en todos estos años de viajes) me dispuse a buscar mi nuevo "hogar" en Berlín. Las monedas cayeron sobre uno que está ubicado muy cerca del anterior, a pocas cuadras de Alexander Platz. Muy vintage, por cierto. Alguien me dijo: pero si no vas a estar en todo el día! El ambiente es lo de menos. Pero no me convenció. Se que probablemente estaré allí tres o cuatro horas al día (descontando las horas en las que estaré dormida), pero tengo muchas ganas de que mi "hogar", en cada parte del mundo, me haga sentir eso, que estoy a gusto, que me diga cosas, que sea algo más que cuatro paredes con una cama donde llegar a descansar. 

Esta vez no viajo sola. Viajo con dos amigos que son casi como hermanos, Enrique y Antonio, que viven en México.  Y esos lugares en el que amaneceremos cada día, y en el que pasaremos largas horas de charla por las noches, fueron escogidos con el olfato de que "aquí nos sentiremos felices". 

Mi nueva valija me mira desde un rincón, como esperando el momento.
Me desprendo esta vez de mi mochila que ha sido una gran compañera en tantas rutas. Esta vez el viaje es más largo. Esta vez, quizás, ya estoy muy cansada de cargar todo el peso sobre mis hombros. Esta vez quiero alivianar. No habrán caminos polvorientos, ni ciudades a 5000 metros de altura sobre el mar, no habrán habitaciones compartidas con seis u ocho desconcidos por conocer, no habrán valles ni montañas que escalar, no habrá soroche.

Y qué habrá?. Quién sabe! Este es un viaje distinto. Es un viaje a las raíces, un viaje que si tal vez no existiera esa familia que está esperando por mi, nunca hubiese hecho o hubiese hecho más adelante. 

Esta noche, mientras escribo y observo Montevideo por la ventana, dormida y apacible, me pregunto qué sentiré al mirarla luego de haber cruzado el gran charco, si el deslumbramiento por el primer mundo me permitirá seguir mirándola con los mismos ojos enamorados. Y ruego que así sea. Porque no hay como esa sensación de cosquilleo previo al viaje, como esa inocencia con la que se mira todo lo desconocido, como el recorrer nuevos caminos,  gente y olores diferentes, abrir los ojos al mundo. Pero tampoco hay sensación parecida a la de regresar y sentir que éste es tu verdadero hogar, por muchas maravillas que puedan desfilar ante tus ojos.

Quién sabe que será de mi después de este viaje! Pero algo es completamente seguro: nada es igual después de haber partido. Y qué bueno!


Buenos Aires: culturalmente notable!

-¿Cuál es el sexo de Buenos Aires, el obelisco, o el tajo de la 9 de Julio?

-Para mí es una mina. Una mina difícil. Brava. Que cuando no la tenés, la lloras, y cuando la tenés, a veces lo pasás bárbaro y a veces la querés tirar por la ventana. Te re putéas, pero nunca le llegas a decir que no la querés ver más. Porque la querés. Y te cuesta reconocerlo. Pero te es imprescindible, la necesitás. Pero ¿cuándo un porteño bien nacido va a aceptar que alguien le es imprescindible? ¡En los tangos nada más! En la realidad, ni en pedo. ¡Es una mina. Buenos Aires es una mina!

La película a la que pertenece este diálogo se llama Ciudad en Celo, y ya hacía rato que me había atrapado cuando apareció esta escena donde tres amigos, en un bar de los tantos que abundan en Buenos Aires, debatían sobre el sexo de la ciudad. Y me pareció preciosa la conclusión. Muy porteña, además. Con ese acento inconfundible que los uruguayos a veces rechazamos, el dueño del bar, reflexionaba sobre el efecto que la ciudad provoca en sus habitantes.
Y es verdad, Buenos Aires es todo eso, una mina brava, histérica la mayoría de las veces. Pero también es una mina melancólica, dulce, que al final afloja. Es la esencia rioplatense la que flota en el aire, ese adormecerse en un viejo tango, ese acodarse en un bar de cualquier esquina y recordar los tiempos de antaño, una mesa junto a la ventana, un libro, un pensamiento siempre medio gris, el olor a café, una queja, algún lagrimón.

No hay sensación más vertiginosa para un uruguayo que largarse a caminar contra la corriente humana que avanza por la peatonal Florida cualquier día de la semana laboral. No es algo que particularmente disfrute, pero es una experiencia inquietante. Un poco pueblerinos, como somos todos aquí, sentimos una mezcla de respeto, admiración y miedo por la ciudad de la furia. 

Así que dejé de lado las multitudes, y me fui a buscar la verdadera esencia porteña, la que sí me gusta, la que se codea un poquito con la de este lado del río. Esta vez decidí experimentar con su lado cultural, concer los Bares Notables (algunos de ellos declarados como Patrimonio Cultural de la ciudad), las viejas librerías, o ver una alguna de las tantas obras de teatro que la cartelera bonaerence ofrece día a día. 

Entré al Café Tortoni un sábado a la mañana, cuando la calle explotaba de gente porque se corría no se qué carrera de autos en plena ciudad (una locura!). Allí el tiempo se había detenido, era otro. Sólo se podía escuchar el murmullo de la poca gente que había (algo poco común en el Tortoni), conversando en distintas lenguas y ese sonido que tanto me gusta de las tazas chocando contra las bandejas de los mozos. El aroma a café era tan exquisito como su sabor. 
Pero no sólo es escuchar y oler, los ojos no paran de descubrir, van y vienen sobre el enorme vitraux al centro del cielorraso, las arañas doradas, las columnas, las mesitas redondas de mármol y sus sillas tapizadas en cuero color bordeaux, mucha madera, mucho arte en las paredes. Frente a mí cuelga "Gardel" en un cuadro de Angel Fadul y otros de Natalio Galuzzi, Pérez Celis, Manuel Vidal Barrios y otros tantos. Se puede decir que todo el café es una  muestra de arte permanente, desde su arquitectura y mobiliario, hasta las pinturas y esculturas que alberga en cada uno de sus salones.

Entran dos hombres, uno es fotógrafo y camarógrafo a la vez, hacen una nota, hablan seguramente sobre la historia del café. No los puedo escuchar, pero adivino que comentan sobre los más de 150 años que tiene el Tortoni, sobre su fundador, un inmigrante francés allá por el 1858, sobre los ilustres concurrentes como Jorge Luis Borges, Carlos Gardel o Alfonsina Astorni.



 
Café Tortoni




Mi recorrida por los Bares Notables ha comenzado más que bien. Un desayuno en el Tortoni bien vale la pena aunque haya que desembolsar algún peso más que en cualquier otro bar porteño. El goce no tiene precio.
 
Fui a buscar algo que leer. Imposible no encontrarlo en esta ciudad donde proliferan las librerías. El lugar ideal es la Calle Corrientes entre la 9 de Julio y Callao. Allí se puede encontrar de todo, en las múltiples librerías de nuevo y usado que una tras otra invitan a entrar y revolver. Si algo me gusta de estas dos ciudades rioplatenses es el culto al libro. En cada cuadra una librería. Y seguramente esta proporción sea mucho más visible en Buenos Aires que en Montevideo, pero definitivamente es un rasgo que me encanta. No podría vivir en una ciudad sin librerías. Es algo que descubrí recientemente viajando por otras ciudades de sudamérica. Hay lugares, donde solo puedes encontrar una librería en toda la ciudad y para mi gusto, puede ser hermosa... pero nunca será mágica. 

Yo iba con una idea fija, porque también descubrí casi sin haberlo meditado antes, que poco había leído de autores argentinos. Entré en la Librería Hernández y elegí dos clásicos, usados y a mejor precio que en la Feria de Tristán Narvaja uruguaya: "Aguafuertes Porteñas" de Roberto Arlt, y "Sobre Héroes y Tumbas" de Ernesto Sábato.  

Ya recostada sobre la cama del hostel no pude evitar adentrarme en las aguafuertes y así transcurrieron varias noches entre las reflexiones del autor sobre el idioma de los argentinos, la tristeza del sábado inglés, la terrible sinceridad, los apuntes filósoficos del hombre que se tira a muerto, el placer de vagabundear (vaya placer!!), del analfabetismo parlamentario, los padres negreros o la silla en la vereda. Todas historias muy porteñas, imprescendibles para quién quiere conocer y entender un poco más los diversos personajes que han habitado y que aún hoy habitan Buenos Aires. 

Sábato aún espera por mí en mi biblioteca, aunque un poquito he ido a su encuentro en el Bar Británico, justo frente al parque Lezama, donde el mozo me señala la mesita que solía ocupar para escribir.
¿Y cómo dudar de su relato?, si cuando abro el libro para comprobar que allí Sábato buscaba algo de su inspiración, descubro al personaje caminando por el mismo parque que puedo divisar desde la ventana del bar. Todo cierra.

Bar Británico

Si es domingo, la feria del barrio de San Telmo es el punto de encuentro de lugareños y miles de turistas (si, miles!!). Los primeros ofrecen, los otros toman. La oferta es inmensa: artesanías, antigüedades, tiendas de diseño, músicos callejeros, estatuas vivientes, comidas típicas, fotografías, pinturas, lo que se busque. 
Desde mi hostel ubicado en la calle Florida y Corrientes me voy directamente hasta Plaza de Mayo, y allí donde comienza la calle Defensa ya uno puede divisar la feria que cada vez se ha extendido más y adentrarse por esta calle caminando unas diez cuadras hasta la Plaza Dorrego, centro neurálgico de la movida ferial.

Pasado el mediodía busco para almorzar el bar El Federal, en la esquina de Carlos Calvo y Perú. Es también un Bar Notable, cuya historia se remonta a 1864.

"Esta casa del siglo XIX se jacta de ser uno  de los edificios  devenidos en bar  más antiguos de  Buenos Aires. Todo comenzó en 1864, cuando algún constructor o maestro mayor de obra (los informantes son pocos y los datos imprecisos) eligió este barrio sur de ritmos rioplatenses para levantar su arquitectura de planta baja (luego subiría un piso más), formando un generoso ángulo recto que supo apropiarse de buena parte de la calle Perú, pero también de la Carlos Calvo. El barrio cambió un poco desde entonces, pero esa esquina aún pertenece a un tiempo del que no quedan testigos. San Telmo supo ser residencia de varias familias patricias de Buenos Aires, que debido a la epidemia de la fiebre amarilla de 1871 migraron hacia la zona norte de la ciudad. Sus casonas se pusieron a la venta y los inmigrantes que trabajaban en el puerto comenzaron a asentarse en el barrio.

Algunas de esas residencias y los petit hotels se transformaron en conventillos, albergando a familias enteras en habitaciones individuales con servicios compartidos. Este nuevo, pobre y extranjero San Telmo fue el que vió crecer a El Federal, que comenzó sus días como pulpería sobre dos calles de tierra con transportes de tracción a sangre, en los que llegaban parroquianos de los alrededores en busca de algún trago. También corría el chisme y se celebraban espectáculos ilícitos: se hablaba de los nuevos que habían arribado al conventillo y se apostaba a los naipes, a los dados o a la riña de gallos. Solía haber alguna que otra guitarra española y algún que otro criollo que guiase una payada para el populacho. Se pasaba el tiempo sin apuro, sin exigencias: siempre faltaban muchas horas hasta la próxima jornada de trabajo en el puerto..."

Después de leer esta introducción en su página web, ¿cómo no desear sentarse a soñar en alguno de sus rincones?. ¿Cómo no sentir el paso del tiempo entre sus mesas, en su hermosa barra  coronada por un gran arco  de madera y vitraux que luce un enorme reloj (detenido, como el tiempo ...) en su centro,o en su piso original de baldosas desgastadas?.
Mientras espero mi comida (una pasta riquísima acompañada de una cerveza artesanal) ojeo un diario local que cuenta algunas historias sobre la Guerra de las Malvinas. Me estremece lo que leo y me pierdo un buen rato con la mirada fija en la ventana, sin mirar lo que transcurre más allá de ella, solo reflexionando sobre el dolor que no tiene una explicación racional. El dolor de los pueblos que aún sangran...y esta herida aún no ha cicatrizado.

El Federal

Mi recorrida por San Telmo después del almuerzo, me lleva al Mercado, variopinto como la mayoría de los mercados. Este edificio que data de 1897, tiene un hermoso techo de vigas de hierro y vidrio que lo hace bastante luminoso durante el día. Si bien aún conserva algunos puestos de venta de fruta y verdura, pescado y carnes en su hall central,  la mayor cantidad de negocios son anticuarios y se ubican en las prolongaciones que fueron construidas en 1930 y tienen salida a las calles Defensa y Estados Unidos. Un buen lugar para buscar objetos antiguos o algún vinilo que nos falte en la colección.

Mercado San Telmo


Por allí cerca, más precisamente en la calle Chile 371, vivía Quino (Joaquin Salvador Lavado), el creador de Mafalda. Una escultura de la misma fue inaugurada hace unos años en la esquina de la calle Chile y Defensa como homenaje a este gran dibujante argentino con quien muchos iniciamos nuestras tempranas lecturas. Allí, sentada en un banco de plaza, Mafalda espera por los cientos de simpatizantes que día a día se turnan para tomarse una foto junto a ella. Acierto a pasar justo cuando una pareja baila el tango a pocos metros de la famosa niña rebelde que odiaba la sopa y soñaba con cambiar al mundo y me dejo llevar un rato por el ritmo del 2x4.


Así es San Telmo los domingos. Quizás algunos opinen que es demasiado turístico, y lo es, pero no hay como una mañana de domingo en este barrio para respirar un poco del auténtico aire porteño, aunque tengamos la sensación de que sea un poco "for export". En todas las ciudades del mundo, existe ese lugar que está hecho para los ojos del que viene de afuera. Lo bueno es que también los de adentro puedan ser parte de ello. Y puedo decir que San Telmo es tan encantador un miércoles a la tarde como un domingo a la mañana. Mi lugar preferido en Buenos Aires. 


Ya a media la tarde, y tratando de recuperar energías entro al café La Poesía ubicado en la esquina de Chile y Bolívar. No es un bar tan antiguo, fue fundado en la década de los ochenta por el poeta Ruben Derlis, y por aquel entonces se convirtió en un reducto cultural emblemático de San Telmo. Es un lugarcito de luz tenue, algo oscuro si se elige una mesa al fondo,  pero con mucha magia, que invita a la lectura y a la observación. Los muebles de madera,  los adornos y artefactos antiguos, los cientos de fotos de personajes de las letras argentinas y placas de bronce en reconocimiento a referentes literarios y culturales del bar, atraen la atención de los visitantes. Mientras me tomo un café de los catalogados en la carta como "especiales", riquísimo y con un sabor inconfundible a Tía María, a ron y canela, me entretengo leyendo sobre las paredes. Sobre mi mesa cuelga un cuadrito con un recorte de la revista El Barrilete del año 1968 donde Julio Cortázar dice que "Todo intelectual digno, consciente, revolucionario, pertenece al Tercer Mundo". Y más abajo un dibujo de Superman, que abriéndose la camisa, exhibe una camiseta que en lugar de la conocida "S" trae estampada la leyenda "Esso", y heroicamente comenta: "Debo averiguar qué sucede en el Tercer Mundo. Esta es una tarea para Superman!".

Más allá, sobre la cabeza de una señora que lee el diario, la letra del Tango "Lulú" de Horacio Ferrer dice algo así como: "Te acordás del café La Poesía,/
esa mágica noche en San Telmo?/ Buenos Aires urdió nuestro encuentro,
tan romántica y dulce Lulú...".


Café La Poesía
Salgo a la calle un poquitín embriagada de café licoroso, de poesía, de melancolía y el aire fresco de otoño me da el impulso necesario para llegar al hostel, ducharme y salir nuevamente, esta vez para ir a un teatro en la calle Corrientes.
La obra era "La Ultima Sesión de Freud" y la daban en Multiteatro. Buenísima! No se puede pasar con gloria por Buenos Aires sin haber ido a ver al menos una obra de teatro. La oferta es tan generosa como variada. Y como la ciudad seguía rodeada de un extenso vallado debido a la ya mencionada carrera de fórmula uno, me doy el lujo de volver caminando por una calle Corrientes casi desolada y peatonal, entre los enormes carteles luminosos de los teatros que promocionan todo tipo de espectáculos. La noche muere, pero la ciudad sigue viva y radiante. 

Ultimo día en Buenos Aires. Estoy caminando sin rumbo. Pero los pasos me llevan sin querer hasta la Librería De Avila (Ex Librería del Colegio) en la calle Alsina 500, la más antigua de la ciudad. Revuelvo un buen rato entre libros usados y nuevos, encuentro unos de Liniers que me tientan pero no los compro (cosa que más tarde me reprocho). Pregunto por el libro de Shakespeare que una amiga me ha encargado (con una traducción muy especial), pero no lo encuentro. Y motivada por el entorno literario (y en la búsqueda del esquivo Shakespeare), decido caminar hasta la Librería El Ateneo de la Av. Santa Fe 1860. 

Librería De Avila

Pero como el camino es largo, hago mi primer escala en El Gato Negro, un pequeño bar en la calle Corrientes al 1669. Más que un bar, este lugar es una deliciosa tienda de especias, cafés y tés que abrió sus puertas alrededor de 1927.
Una tentadora vitrina que exhibe sus productos invita a entrar aunque sea tan solo para husmear un rato. La oferta gastronómica no es muy variada pero se puede comer un rico sandwich en pan árabe y saborear un aromático café o probar alguna cosita dulce. La mayoría de sus clientes entran buscando especias, que son exhibidas en grandes frascos de vidrio sobre un robusto mostrador de madera y se venden sueltas, por gramo. Allí adentro uno siente como si estuviese en algún rinconcito de Oriente, el aroma a canela, a clavo de olor, jengibre, nuez moscada, lo invade todo y hasta dan ganas de ponerse a cocinar!

Como sé bien que está de camino, me reservo el café para tomarlo en la librería bar Clásica y Moderna de la calle Callao. Una amiga porteña me la ha recomendado y no pude evitar la tentación de ir a conocerla. Sus orígenes se remontan al año 1916 y es también un bar notable, un referente para la cultura bonaerense. Apenas pocas mesas están ocupadas. El ambiente es apacible. Los rayos de sol se filtran sobre mi mesa junto a la ventana mientras pruebo un rico café. Las paredes son de ladrillo a la vista, el piso de adoquín, y abunda la madera en el mobiliario. Hay un entrepiso cubierto de objetos antiguos: barriles, viejos modelos de bicicletas italianas, faroles a gas, cajas de vinos. En las paredes cuelgan pinturas de diversos artistas. Al fondo: la librería, pequeña pero bien surtida. Un lugar para explorar y transportarse al ayer. Afuera, la ciudad vertiginosa no cesa de moverse, pero aquí dentro, una vez más, el tiempo parece haberse detenido y ofrece un refugio para quienes deseen escapar por un ratito de la agitada vida urbana. Una delicia.

Por último, llego al Ateneo Gran Splendid, una de las librerías más hermosas del mundo (eso dicen los que saben). Lo que antes fuera un teatro, se ha convertido en una gigantesca y majestuosa librería, donde los anaqueles invaden los antiguos palcos. Allí se puede pasar horas leyendo, revolviendo libros o simplemente admirando el panorama desde cualquiera de sus niveles. Más de 120.000 ejemplares están al alcance de los ávidos lectores que abundan en esta librería. Algunos registros históricos dicen que por la misma han pasado hasta 3000 visitantes por día, por lo que bien puede considerarse uno de los atractivos más destacados de la ciudad.


El Ateneo Gran Splendid

Lamentablemente tampoco tienen la edición de Shakespeare que estoy buscando para mi amiga (sí muchas otras, vale la aclaración) así que definitivamente renuncio a mi búsqueda. No era una misión facil, y eso ya estaba decretado de antemano, pero hemos hecho el intento y la búsqueda ha valido la pena!

Al final del día, poco antes de volver al puerto, me detengo en una disquería de la calle Lavalle. Le pregunto al vendedor si tiene el disco Tango Agazapado, de La Chicana. Contenta, con el primer disco de tango que he comprado en toda mi vida (sí, sí.... una vergüenza!), salgo de allí tarareando Juguete Rabioso, una canción que por primera vez había escuchado unos meses antes en la película Ciudad en Celo. Ahora que lo pienso, creo que fue aquella noche, frente a mi televisor, que tuve la sensación de que a pesar de haber viajado a Buenos Aires varias veces, nunca la había conocido realmente, nunca la había "probado" de verdad. Y ya estaba decidida a remediar eso.

Subí al barco, crucé el Río de la Plata y al llegar a casa hice sonar esta canción en mi equipo de audio.

Y se me piantó un lagrimón!








 

 

                    





Start moving

El 28 de junio de 1914 el archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del trono del Imperio austro-húngaro, fue asesinado en Sarajevo por un joven estudiante nacionalista serbio. A un mes de este acontecimiento, Austria declara la guerra a Serbia e inmediatamente se desencadena la Primera Guerra Mundial.

Me detengo a pensar en el peso que ciertos hechos, aparentemente ajenos y lejanos a nuestra vida actual, tienen sobre el destino de las personas, incluso muchos, muchos años después. Y allá lejos, descubro el puntapié inicial de este viaje con el que hoy comienzo a moverme.

En aquella guerra peleó Mátyás, mi abuelo paterno, nacido en Rájka, Hungría. En aquella guerra Hungría perdió gran parte de sus territorios, y desmembrada y hambrienta, perdió también el esplendor del que gozaba mientras formó parte del Imperio. La historia es archi conocida. Es la historia de los inmigrantes que huyeron de la pobreza y los conflictos sociales de la época, hacia un mundo que prometía mucho: la idílica América del Sur.

En Marzo de 1925, Matías (como aquí le llamaron)  partió solo en un barco hacia Buenos Aires. Quién sabe porqué ni cómo, pero se equivocó de puerto y desembarcó en Montevideo con su pequeña valija de herramientas (por aquél entonces trabajaba en la Construcción). Supongo que cuando notó su error ya era tarde y aquí se quedó, trabajó en lo que pudo, conoció a una hermosa  mujer yugoeslava de mirada triste llamada Gisella, se casó con ella, construyó su casa, y tuvo dos hijos. Jamás volvió a su tierra. Allá quedó su familia, su madre, sus hermanos y su pequeño pueblo. Su hermana María se embarcó dos años después de la partida de mi abuelo en el buque Mendoza, esta vez sí, con destino elegido: Montevideo.

Y así comenzó mi historia y la historia de este viaje. Un viaje con el que siempre he fantaseado y solo hace casi dos años, luego de haber localizado a mi desconocida familia húngara, comenzó a tomar forma de sueño hecho realidad.

Comenzar a moverse. Esa fue la consigna. Dejar de imaginar, de adivinar, de preguntar, de intuir los rostros, los gestos, las voces de aquellos que habían quedado, arraigados a un destino, a una familia, a una patria que mucho tiempo después resurgió de las cenizas y se hizo próspera y a la vez recibió a otras gentes que huían de sus propias miserias, en quién sabe qué parte del ancho mundo.

Esta es la historia de búsquedas, de desencuentros, de adioses y añoranzas, pero también de reconstrucción, resurgimientos, de esperanza, de un largo viaje que nunca acaba, y que en dirección contraria a aquel que inició mi abuelo en 1925, iniciaré en menos de cuatro meses.

No voy para quedarme, pero voy para encontrarme. Voy para reencontrar a mi abuelo y a mi tía María, que jamás habrán siquiera imaginado que algún día, casi cien años después, su nieta atravesaría la misma puerta  que ellos habían cerrado para siempre.

Y todo gracias a Gavrilo Princip.