Viajes

La Ciudad de los Pájaros

Aquí, como en cualquier parte del mundo, cada familia tiene su ritmo, su carácter, su olor y sus formas. Esta familia que sentí un poquito mía durante siete días, se duerme muy tarde y despierta al alba con los preparativos del desayuno que la mamá de Eugenia, ama y señora de esta casa, se encarga de tener listo justo a tiempo cuando se suceden los apresurados pasos en la escalera de madera.
Los escucho desde lejos, entre sueños, así como el ir y venir de los colectivos que parecen rozar mi ventana en su estrepitoso paso, una y otra vez, cada cinco puntales minutos. Pero ya casi ni los percibo, duermo todo lo que necesito dormir luego de días y días de madrugadas y camas incómodas.
Resigno mi apuro y mi afán de recorrer uno y otro camino y me entrego al hogar, como si fuera una hija más, de vacaciones o desempleada, no importa, todos se van y yo me quedo, acurrucada bajo mi edredón blanco de peso pluma. Me despierto sólo cuando mi cuerpo lo desea, no antes.
Bajo cada mañana al comedor que huele a café, tostadas, naranja y palta y que se mezcla con los aromas de un almuerzo que ella ya ha comenzado a preparar, con ese afán de ganarle al tiempo que tienen los ancianos, como si algo los apremiara y siempre hubiese que tener todo listo, por si acaso. A las once de la mañana de cada día todo está limpio, todo reluce, las ollas ebullen y mi desayuno espera impaciente sobre la mesa.

Me encariño demasiado con este ritual, vuelvo a ser parte de los abrazos de una familia que ya no tengo a diario sino en pequeñas dosis domingueras que se han hecho necesaria rutina. Y entonces me dejo mimar un rato, me relajo, disfruto. No estoy viajando, no estoy entrando y saliendo de hostales bulliciosos, no cargo mi mochila, no persigo incansables imágenes con mi cámara de fotos, solo estoy aquí sentada en la cocina de una casa del barrio más alto de Antofagasta, viendo como ella pela papas y lava tomates mientras saltan las tostadas del tostador y ella me cuenta porqué cree que la tecnología moderna se encarga de aislar a los seres humanos unos de otros.
Cada tanto, y con culpa, ojeo mis mails en la computadora que Eugenia me ha asignado. Ella lo sabe y me sonríe haciendo una pausa mientras pincha alguna papa para comprobar si ya están cocidas.

Y así, como cada mediodía, sin saber adónde ir exactamente, salgo a la calle vaporosa para treparme al veloz y diminuto bus que me lleva hasta el centro de la ciudad. Casi levitando en la sensación de que la prisa no existe, atravieso la plaza Colón una y otra vez, abriéndome paso entre las palomas que aletean por todas partes, mirando al cielo para ver a los jotes planear sobre la parte más puntiaguda de la iglesia, observando con placer a los cuidadores del parque que podan y aprolijan minuciosamente las coloridas bugambilias que perfuman y embellecen la plaza.



Paseo Pratt


Continúo por el paseo Pratt, sorteando gente que va y viene apurada, valija en mano, traje puesto, hablando por sus celulares, tomando decisiones, dándo órdenes, o recibiéndolas. La ebullición de esta peatonal no me estorba, la miro pasar como una película, sintiéndome espectadora de cada movimiento. Voy a mi propio ritmo, sintiendo sobre mi el peso de las curiosas miradas que te saben extranjera, pero no me incomodan (me divierten). Allí hay un café, con una mesa que siempre me espera y ya me reconoce, y justo enfrente, la oficina de Eugenia.
La veo salir cada mediodía o cada tarde, apresurada y entusiasmada con mi visita y nos vamos por ahi, a almorzar comida peruana, a tomarnos un pisco o un cafecito, a esperar puestas de sol inverosímiles que nos recuerdan a alguna escena de "Lo que el viento se llevó".

Esta Antofagasta pocas veces imaginada, envuelta entre la bruma del salitre y bajo un cielo de pájaros inquietos que se amontonan en los muelles o los acantilados aprovechando los últimos minutos de sol, me asombra y enmudece. Mis ojos pequeños manotean desesperados las visiones de aquel paseo costero que separa el Mall del Pacífico, adivinando tras la bruma las siluetas de los barcos, y más acá, más visibles y cercanos, los pelícanos dormitando entre las rocas. Intento retener en la memoria aquél momento, sentadas en la arena tomando mate frente a La Portada, mientras cientos de jotes, patos yecos y gaviotas salpican el cielo que comienza a vestirse de tímidos amarillos primero, para luego convertirse en naranjas, rosas y rojos profundos como un alarido. Más allá de los contornos rocosos y la arena, titilan las primeras luces de la ciudad que se prepara a dormir al abrigo de la cordillera.

Esta Antofagasta no planeada, que fue decantando sola por entusiasmo, por necesidad de reencuentros, se me hace ahora como la frutilla de una gran torta de caminos recorridos desde aquella noche en que dejé Montevideo. Y el sentimiento de felicidad se hace tan natural como todo lo que nos rodea. Charlamos, agotamos las historias de vida y los sueños, nos atrevemos entre mate y mate a nuestras más íntimas confesiones hasta que el silencio de la tarde nos envuelve y también callamos, en comunión con la noche que nos ha dejado solas, absortas y plenas.

Miro atrás, intento recuperar las sensaciones de aquellos días en el NOA, la angustia de Humahuaca, la soledad absoluta de Yavi, el fervor obnubilante de los salares y desiertos bolivianos y se me hace tan dificil ahora, como si cada ciudad, pueblo, o rincón del mundo se impusiera dentro de mí con todo el peso de su espíritu, aplastante y contundente, único, como si fuera siempre el primer destino (o el primer amor), como si no hubiese nada antes o después de esto que ahora soy y estoy sintiendo. Y sin embargo, sé que han de volver más tarde, cuando solo sienta el ruido de mis pasos regresando a casa, cuando no haya nada nuevo para ver; volverán todos juntos, acomodándose en el lugar que a cada uno le espera, así como un rompecabezas, como las hojas de un libro que se escribe solo viviendo, como una confirmación de lo intuído tantas veces y desde hace tanto: Lo mejor siempre está por venir. 


La Portada

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