Viajes

La Odisea

Son las cinco de la mañana y es lunes. Un lunes sin rostro de lunes, sin esa sensación de comienzo que me genera este día de la semana. La sensación es otra bien distinta, es la sensación de la partida, del adiós, del tiempo que se acaba, mordiéndome el estómago.
Estoy en la terminal de Antofagasta, mirando a Eugenia y su esposo Alejandro saludarme desde el otro lado del cristal. Desde mi asiento del bus, los veo como pequeñas siluetas recortadas en la noche agitando sus manos en señal de despedida. Siento deseos de llorar, pero no lo hago. Me obligo a sonreírles mientras les devuelvo el saludo y pienso en cómo soportaré este largo viaje a casa. Cómo resistiré quince largas horas de viaje atravesando desiertos, salares, montañas, y rutas elevadas a 5.000 msnm, para luego subirme a un avión y luego a un barco, y más tarde a otro bus y....Tal vez sea mejor no pensar más.

Llevo en mi mochila de mano un paquetito que Eugenia me preparó con algo para comer durante el viaje. Llevo mi equipaje lleno de ropa sucia, libros, música, folletos, mapas y trozos de papel con direcciones anotadas. Llevo dentro de mí la extraña mezcla de la alegría y la tristeza.
Volver...volver...me resulta ahora una cosa tan ambigua. En el "volver", ese ayer que estoy dejando y el mañana que se aproxima se dan la mano buscando una reconciliación.
Hay algo en todo esto que me hace sentir contenida, una imagen alentadora que parece abrazarme y decirme "no llores, estás volviendo a casa". Esa imagen de la llave girando en la cerradura de la puerta, del espejo conocido, del balcón que mira a la iglesia, de las calles frescas del Prado, los rostros familiares y los abrazos de quiénes están, allá...en casa.
Y está la otra imagen también, agazapada como un ladrón tras la puerta del recuerdo, queriendo llevarse cada instante de memoria, desesperado, hambriento, resistiendo cualquier atisbo de olvido o desprendimiento. Están los caminos que fueron quedando, el aire de la montaña, la sequedad del desierto, las nubes de jotes que parecen haberse escapado de alguna novela de Rivera Letelier, diciendo hasta pronto. No es un adiós definitivo, no quiero que lo sea. Un hasta pronto que es como un cordel entre el aquí y el allá, un nudo en la memoria, una forma de ya estar regresando cuando en realidad, me estoy yendo.

Y me voy durmiendo, mientras mis párpados barren de arriba a abajo las luces de la ciudad, el lento amanecer de Antofagasta tras la cordillera.
Caigo en un sueño profundo, no sé por cuánto tiempo, no puedo calcularlo siquiera. Al despertar todo se ha vuelto confuso, una espiral de movimientos y sensaciones que me aterran. Casi no puedo despegar mi cabeza del respaldo del asiento, comienzo a sudar y a sentir el frío de la sangre que se me escapa hacia alguna parte. Tengo miedo, sí. Estoy sola y tengo miedo porque sé muy bien lo que sigue. Nadie junto a mi asiento, nadie más allá, al otro lado del pasillo y ni siquiera tengo fuerzas para inclinarme sobre mi asiento y anunciar: me voy a desmayar.

Entonces aflojo mis músculos, no queda más que la entrega. Mis oídos perciben el zumbido de la entrada vertiginosa a ese túnel (viejo conocido), luego el ruido filoso que no cesa, las voces, los trenes pasando. Siempre fue un misterio esto de que al desmayarme pareciera que soñara con trenes que van y vienen en una y otra dirección, sintiendo el chirrear de las vías, el rugido de las locomotoras, las voces lejanas de una multitud que de pronto comienzan a acercarse y dejan de ser un murmullo confuso para tomar la forma de palabras apenas comprensibles. Casi siempre despierto con la voz de alguien que me anima, que me rescata de esa caótica estación de trenes, pero no esta vez...Esta vez el murmullo se va diluyendo hasta desaparecer. Abro los ojos y ahí sigue intacto e impasible el paisaje desértico, hermoso y tan vacío como el silencio que me rodea. Estoy de regreso (regreso...), empapada en sudor, y fría como un témpano.

El soroche ha ganado su primera pulseada. Esta vez ni las pastillas que había tomado pudieron contra él y ni siquiera estamos cerca del Paso de Jama donde tendría que lidiar con 5000 mts. de altura. Ni bien lo pienso intento borrar de mi mente el miedo y haciendo piruetas para no caerme me levanto intentando llegar al baño pero unos brazos me sostienen y reconozco a uno de los conductores del bus que con visible preocupación me pregunta qué me pasa. Como puedo le explico, no siento deseos de hablar, no puedo. El me regresa a mi asiento y va por una manta y dos pastillitas milagrosas que nunca sabré qué eran exactamente, pero me desactivo del mundo en cinco minutos. Duermo tanto y tan profundamente que al llegar al Paso de Jama el mismo conductor debe arrancarme de mi asiento para poder bajar a hacer los trámites de migraciones.

La intensa luz del mediodía me ciega y me dejo llevar, siempre tomada del brazo del amable conductor hasta llegar a la oficina. Voy como levitando, en cámara lenta, intentando mantener el equilibrio. Dentro de la oficina de Aduana alcanzo a ver algunos pasajeros en camilla, conectados a tubos de oxígeno, otros simplemente aferrados a alguna pared que les evitara la caída. Otros tantos, corriendo a formarse en la fila con la única preocupación de sellar sus pasaportes lo antes posible. Afortunadamente, los flojos no tenemos que hacer fila en estos casos, y soy la primera en regresar al bus y volver a dormirme ni bien aterrizo en mi asiento-cama-refugio.

Lo que sigue es la simple rutina de un interminable viaje, atacar mis víveres, intentar estirar las piernas, escuchar una y otra vez las mismas canciones, dejarme llevar por el ensueño de un paisaje cada vez más familiar. Estaba volviendo a Salta, la linda, y nunca tan lejana. Me sorprendo al reconocer Salinas Grandes, otra vez la blancura del salitre y los horizontes eternos. Disfruto como nunca la bajada por Lipán y sus rutas serpenteantes que mueren allá, muy abajo, donde el ojo no alcanza a divisar el fin. Y de pronto, las casitas de adobe, los altos y delgados árboles amarillos contrastando con el cerro de los Siete Colores. Quiero bajar, saltar de ese bus y volver a recorrer una y otra vez las callecitas de Purmamarca. Hoy son otros los rostros, otros viajeros con sus mochilas al hombro que llegan o se van, otras historias transcurriendo, pero son las mismas calles que me enamoraron aquél día, los mismos puestos de artesanías, los barcitos, la Iglesia, el viejo algarrobo, los cerros colorados abrázandola como yo desearía abrazarla ahora, una vez más, por última vez. Me llevo todo lo que puedo de ella esta tarde, con la mirada hambrienta del que se despide de un amor. Digo adiós, sé que ahora sí estoy diciendo adiós, sin promesas de regreso y ni siquiera sé bien porqué, pero lo estoy sintiendo.

Son más de las diez de la noche cuando llego a Salta. Tomo el primer taxi que encuentro y me voy al mismo hostel al que llegué hace exactamente 25 días. Solo tengo energías para un largo baño, nada más. El hostel está casi vacío, callado, estoy en una habitación solitaria y quiero dormir hasta que mi cuerpo diga basta! Ya no hay trenes pasando, ni misteriosas estaciones, no hay soroche, ni miedo ni polvaredas bajo el sol del desierto.

Este desierto es otro. Y en él, me voy durmiendo.

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