Viajes

Quebrada de Humahuaca

Son las seis de la tarde y es casi una hazaña poder concentrarse en este diminuto ciber, colmado de niños que juegan y gritan y corretean sin parar. El único ciber abierto del pueblo, este pueblo al que llego cansada, agobiada, cubierta de polvo y sensaciones encontradas. Humahuaca sin embargo me recibe casi solitaria, tranquila, aún despertando y siento otra vez esa vibración de llegar a un lugar soñado, que no defrauda. El sol pegaba fuerte, contra las casas de adobe, contra los primeros barrenderos, en las escalinatas que llevan a ese gigante monumento de los Heroes de la Independencia, contra mi cara, contra todo y todos. El sol se siente en este lugar de la quebrada ubicado a casi 3000 msnm. Tanto como el frío que a esta hora de la tarde empiezo a sentir.

LLego con ansias de un café caliente y unos bizcochos, llego con la firme decision de encontrar una habitación solo para mi, sin viajeros que van y vienen, sin montañas de ropa acumulada, sin esperas para el baño, sin miradas permanentes, sin ronquidos ajenos, sin nada más que yo, yo y yo. Me necesito, necesito parar esta vez, quiero dialogar un rato con el silencio, mirar hacia atrás y decidir hacia adónde ahora.

Desde aquella mañana en la que dejé Salta y me perdí en la preciosa y colorada Quebrada de Humahuaca, los pueblos mínimos fueron pasando como historias contadas en diferentes películas, muy diferentes, muy distantes unas de otras.

Llegar a Purmamarca es como caer en un cuento mágico. Es algo inverosímil, un rincón encantado, un lugar para echar raíces, para no partir, para no olvidar si se decide hacerlo.
Increiblemente la mayoría de los viajeros llegan por el día y se van, no duermen en Purma.
Pareciera que el tamaño del pueblo es clave para tomar decisiones, si es pequeño partimos rápidamente, si es grande, nos quedamos. Que hay para hacer aquí? Nada.
Entonces decido quedarme. Hacer "nada" es lo que quiero. No hace falta museos, cines, grandes restaurantes ni mercados. Solo hay que mirar. Perder la vista en el Cerro de Siete Colores, una y otra vez, sentarse en la plaza a dejar pasar el tiempo, tomar unos mates acariciando perros, leer un libro, divertirse con los artesanos y malabaristas que ensayan sus números en el centro de la plaza, y revolver alguna artesanía de los tantos puestos que rodean la placita. Luego seguir hasta la Iglesia, pequeñita, blanca, con sus arcos y muros y de adobe, rodearla, seguir hasta el antiguo algarrobo, un viejito arrugado que ha sido testigo de la vida de este pueblo, pero calla, se la reserva, deja que otros la cuenten. Solo abre sus brazos y alivia a los peatones ávidos de sombra.
Tampoco aquí el sol da tregua. Me protejo con mi sombrero de ala ancha que compré en Cafayate y camino una y otra vez las polvorientas callecitas de Purmamarca, la única, la inolvidable. Me atrevo con el camino de los colorados, un sendero bordeado de montañas rojas y verde agua, de diversas formas que dieron el viento y el agua. Porque antes aquí, era el agua. Y ahora es tierra, polvo, montañas coloradas, paisajes inverosímiles, que roban el aliento.

La noche es la más hermosa de todas, bajo un manto de estrellas incontables, casi sin gente en las calles, algunas peñas abiertas dejan escapar sonidos de sikuris. Me premio por la decisión tomada de quedarme con una cazuela de llama y un vinito y me voy a dormir con la alegría en el corazón, con la certeza absoluta de haber encontrado la razón de mi viaje, ese lugar que hace valer la pena todo lo demás. Todo lo que pasó parece poco, todo lo que viene es incertidumbre.
Me duele dejarla, quisiera quedarme muchos, muchos días más. Pero tomo la decisión equivocada esta vez: luego de una breve pasada por las Salinas Grandes, me voy.

Llego a Tilcara y no salgo de mi asombro. Las calles colmadas de autos, bocinas, gente, mucha, demasiada gente, la cumbia suena en todas partes a un volumen poco amistoso. Quiero tomar fotos pero no puedo, los autos no dejan de atravesarse, la gente no deja de pasar, todo me resulta caótico, hasta el hostel donde me hospedo, luego de intentar en varios otros lugares. No hay cupos es la respuesta. Es Semana Santa, y Semana Santa en Tilcara, lo que no es algo que pueda pasar desapercibido. Aqui se se vive esta semana con mucha intensidad, cada día un festejo, una procesión, una misa.
Nada contenta con el nuevo hallazgo me voy al Pucará. No tengo resto para ir hasta la Gargante del Diablo, la que me recomiendan pero desdeño por cansancio.
Camino media hora y llego, entro al sitio en donde vivieron los tilcaras y se defendieron de los ataques del conquistador, pueblos que luego emigraron, algunos se asentaron en lo que ahora es Tilcara y otros quien sabe adónde, huyendo del arma enemiga.

Al día siguiente me voy a Maimará, un pequeño poblado cerca de Tilcara, un pueblo lindo, que mira a una montaña multicolor que ellos llaman Paleta de Pintor.
Tengo suerte, encuentro un procesión que llega al mediodía a la iglesia y varias bandas de sikuris la reciben. Los sikuris me encantan, me dan alegría. Son bandas integradas por adultos y algunos niños que interpretan música generalmente religiosa, con sikus, bombos, redobles, platillos, y una maraca que indica cuando empieza o termina una interpretación. La música me invade, me hace querer bailar. Solo sonrío y observo. Me dejo llevar por la música y allí pasan los minutos alegres, y frescos.

En la noche las bandas de sikuris llegan a Tilcara, en gran cantidad, hasta altas horas de la noche. Las ermitas iluminadas en las esquinas son una muestra del arte tilcareño volcado a la religiosidad. Un pueblo de fé, de muchísma fé religiosa que se percibe en el aire de esta Semana Santa diferente para mí, que me atrae con su música alegre. No es la tristeza que invade las calles montevideanas, es la alegría de la gente que celebra, que baila, que ofrenda.

Con las bandas pasando una y otra vez por la ventana de mi habitación me voy a dormir y caigo en un sueño profundo, donde aún resuenan las campanas de la iglesia, los sikuris, y el bullicio callejero.

Salto de la cama a las seis de la mañana. Tengo que salir de aquí, de este ruido perpetuo, de este caótico pueblo que me pisa los talones. Me voy a Humahuaca en un destartalado bus local y llego aquí tan temprano que hasta los perros duermen. Me instalo en "mi" habitación privada, donde tendré tiempo de poner algunas cosas en orden: ropa, sensaciones, deseos, destinos.
Camino un rato y al mediodía, este pueblo que me gusta mucho más que Tilcara se empieza a llenar de gente: vendedores, turistas, viajeros, autos. Otra vez la misma historia? No, ya no quiero multitudes, necesito encontrar otra vez el corazón perdido en Purmamarca. Entonces vuelvo a decidir. Mañana me voy a Iruya, me voy a la montaña, quiero estar arriba, bien arriba de las ruidosas urbes, tan cerca como pueda de la luna, tan cerca como pueda de mí misma, otra vez.

1 comentario:

  1. Tilcara es muy linda cuando no tiene gente...tuve la oportunidad de visitarla en Octubre y la paz de sus calles es impresionante.
    Saludos.
    Axel

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