Viajes

Tres días en el Altiplano

Todo quedó atrás a una velocidad feroz. Y transcurrió el tiempo del asombro, de la alegría, del goce más profundo.

Aún me veo cruzando la frontera con todos mis miedos a cuesta, con mi endeble humanidad de aquellos días, extraños, interminables, melancólicos días en los que tantas veces miré hacia atrás queriendo volver, a ojos cerrados, a corazón cerrado, desconocida.

Atrás quedó el largo viaje en un tren lento, vaporoso, colmado de lenguas que hablaban otro idioma, de miradas extrañas e indiferentes, de paisajes sublimes, de sueño entre música y risas ajenas. Y quedó también aquella noche en un hotel a solas, en Uyuni. Si, solita yo en un gran hotel donde nadie más se alojaba y al que llegue cerca de medianoche, hambrienta y cansada. Pero no importaba ni el hambre, ni la soledad, ni el baño que no pude darme porque el agua era helada. Caí rendida en mi cama ancha como si nada más importara esa noche, solo dormir, silenciar las voces del tren, el bullicio de la terminal, el interminable ajetreo de los israelíes que hicieron también interminable el viaje. Dormí y dormí sin medida, sin apuro, sin frio, sin ruidos, dormí con toda el alma acurrucada entre los huesos. Y desperté.

Era fría la mañana, blanquecina, radiante. Salgo apurada hacia la esquina donde debo encontrar a Eugenia, la encargada de la agencia, portadora de instrucciones, mi contacto en Uyuni.
Morocha, bajita, sonriente, bien dispuesta, me asigna a mi grupo, acción que a esta altura de mi viaje se me hace como una "adopción", como tener una familia improvisada, volver al contacto humano, al afecto, al hogar.

Fue muy fácil la unión, el encastre de las piezas humanas tan dispares: Bélgica, Holanda, Francia, España, Bolivia y Uruguay rodando durante tres días en una 4x4 a prueba de todo terreno y condiciones climáticas, cada vez más sucia y cubierta de polvo, cada vez más casa y más hogar.

Al pie del volcán Tunupa completamos el grupo y salimos a la búsqueda del salar de Uyuni, reconociendo ya nuestros acentos, nuestros rostros, nuestras señales personales. Manejaba Ilario, un joven boliviano de voz suave y pausada, junto a su esposa Seneida (nuestra cocinera) y su hijita Danitza, de tan solo dos años. La niña que será mujer, pensaba yo, y será esposa, y cocinera y saldrá a recorrer las rutas del desierto junto a los turistas una y otra vez, repitiendo historias y lugares. Es que uno mira alrededor y se encuentra con la nada. Kilómetros y kilómetros de tierra solitaria, despoblada, tapices de paja brava y yaretas, lagunas verdes, coloradas y azules, salares, volcanes, desiertos, llamas, vicuñas, flamencos, y más desierto, más de la nada, nada, nada. Una nada que se hace todo cuando el corazón se encoge y los ojos tiemblan de asombro. Caminos polvorientos que hacen al hombre polvoriento, seco y curtido como un cuero al sol perpetuo, aislado en la inmensidad del altiplano, viviendo por y para el turista, una pequeña sombra en medio del paisaje más sublime.

Desde la cima de la Isla del Pescado soy testigo de la blanca visión del mar de sal más grande del mundo, aquella que no tiene límite, que se confunde con el cielo, cegadora imagen para mi retina. Respiro profundo. El rápido ascenso me ha dejado sin aliento, lo que veo me enmudece. Quisiera sentarme aquí durante un largo rato, asumirlo, absorberlo todo. Y sin embargo debo bajar casi tan rápido como he subido. Detesto los tours! Pero no hay otra forma de hacerlo aquí, imposible intentar orientarse a solas en esta blanca inmensidad sin puntos de referencia.

Avanzamos por la ruta blanca hasta salir de ella, casi sin querer estamos afuera, en puerto Chubica, en un pequeño hostal de sal. Un refugio salado y blanco, rústico, básico, con energía eléctrica durante solo tres horas, y bastante más cómodo de lo esperado. Esta noche es una fiesta, hay vino, hay comida caliente, hay amigos, hay millones de estrellas en el cielo nocturno, hay calor de hogar y alegría. Dormimos agradecidos...y felices.

Al amanecer todo renace. Nos movemos con el sol, calentamos nuestras manos con los primeros rayos, abrigados hasta la médula, tiritando hasta que llega el desayuno y tomamos coraje para volver a salir a la ruta. Nos vamos, saltando entre las huellas del camino que por momentos deja de serlo para convertirse en un puñado de piedras filosas y amenazantes para nuestras llantas.
Divisamos el volcán Ollagüe, pasamos por lagunas surrealistas, cruzamos el desierto de Siloli donde crecen árboles de piedra y extrañas formaciones rocosas y nuestra camioneta se abre paso durante horas entre escenas de un cuento mágico.
Seneida nos prepara un delicioso almuerzo al pie de la laguna Hedionda, a 4500 msnm. Sopa, carne de llama y quínoa son los manjares que nos reconfortan bajo una sombrilla de paja. El sol es intenso, pero hace frío y sus rayos casi no se perciben, pero sin duda alguna queman y mucho.
Al caer la tarde ingresamos a la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa, solo para dormir en un refugio frente a la Laguna Colorada.
El refugio es mucho más básico que el anterior, y esta vez debemos compartir una habitación los seis, en condiciones mucho más precarias e incómodas, pero no nos importa, estamos sucios, desalineados, sin bañarnos desde hace un par de noches y no nos importa, disfrutamos hasta de nuestras imágenes de linyeras alegres, no necesitamos nada más que un plato de comida y una cama donde dormir. Es nuestra última noche juntos y es preciso festejar.
Ilario, tal como nos prometió, nos trae para la cena una botella de vino tinto de Tarija que nos calienta el cuerpo y el alma. La cena es deliciosa, todo es perfecto. Entonces me detengo a pensar en la felicidad, esa palabra enorme y utópica, ese estado siempre inalcanzable. No hace falta mucho, concluyo. Hay momentos en los que uno quisiera estacionarse y prenderlos en la memoria con un broche para no olvidar jamás que la felicidad es esto: un solo momento, un estado fugaz de alegría, un espacio donde no hace falta nada más que un buen vino, un plato de sopa, compañeros con quienes compartirlo, una caminata bajo la luna, las risas que resuenan en una pequeña casa, a miles de kilómetros de la mia, tan cerca del cielo que las estrellas parecen alcanzables.

Una estrella tan fugáz como la felicidad cruza ante mis ojos. Y pido mi deseo, imposible, improbable, ingenuo, pero esta noche puedo animarme a soñar. Esta noche sí me animo.

3 comentarios:

  1. Me hiciste volver a vivir esa felicidad... gracias!

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  2. Que lindos recuerdos tengo junto a Roslie de esta excursión de tres días por estos paisajes infinitos y bellos!!!
    Muy buen posteo :)
    Saludos.
    Axel.

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